Fidei Communio 2025/1
Contributi di Alessandro Clemenzia, Paul Gilbert, Cecilia Costa, Domingo García Guillén, Manuel Palma Ramírez, José Granados, Roberto Regoli, Andrea Riccardi
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Fidei Communio 2025/1
José Granados
¿A un post-hombre, un post-Cristo? La relación entre cristología y antropología frente al cambio de época
«El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo Encarnado» (Gaudium et spes 22). Comentando esta frase del Vaticano II, el joven teólogo Joseph Ratzinger señalaba cómo la constitución pastoral alcanza aquí su punto teológico álgido. Pues, tras describir las grandes preguntas que se plantea el hombre de hoy, Gaudium et spes formula el principio clave de la antropología cristiana: iluminar al hombre a la luz del Verbo de Dios encarnado, plenitud de lo humano, de forma que ya sean inseparables teología y antropología.1
De hecho, Gaudium et spes 22 ha fijado un consenso común entre teólogos católicos para interpretar la relación entre antropología y cristología. Es verdad que se han dado formas muy distintas de abordar la cuestión, pero todas intentaban explicar una convicción común: Cristo revela la única forma de vivir en plenitud lo humano. Él no es solo «perfecto hombre», en cuanto que asumió cuerpo y alma, sino también «hombre perfecto», en cuanto reveló el inicio, camino y meta que marcan la tarea de ser hombre.2 Benedicto XVI, en un texto publicado póstumo, alude a este consenso para fundar la antropología teológica, citando teólogos como Johann Baptist Metz y Karl Rahner, los cuales, aunque alejados de la visión de Ratzinger, comparten el mismo supuesto.3
Pues bien, este consenso, que ha unido a la antropología católica en los últimos cincuenta años tras el Vaticano II, está empezando a resquebrajarse. No se da, ciertamente, una negación frontal, pero sí se observan los primeros signos de una búsqueda de mayor holgura a la hora de entender la relación entre Cristo y lo humano, como si esta resultara oprimente.
Voy a comenzar describiendo este intento de relativizar la centralidad de Cristo para entender al hombre (1). Como estos planteamientos nacen del cambio en la visión postmoderna de lo humano, será preciso examinar acto seguido este cambio, resumido con la palabra «posthumanismo» (2). Las paradojas que este cambio plantea nos invitarán a buscar una refundación de la antropología a partir de la condición encarnada del hombre (3-6), lo cual a su vez nos permitirá reafirmar, a una hondura mayor, el principio establecido en Gaudium et spes 22 (7).
♦ 1. Replanteamiento de la relación cristología-antropología
¿Por qué se quiere reformular la relación entre Cristo y lo humano, dándole, por así decir, más holgura, de forma que la vida de Cristo no sea el paradigma único de comprensión del hombre?
El deseo de relativizar la figura de Cristo lleva bastante tiempo planteándose desde la teología del pluralismo religioso. El pluralismo religioso teme que una visión del hombre a partir de Cristo limite la salvación ofrecida a los miembros de otras religiones. Pero, ¿cómo relativizar la figura de Cristo sin negar el centro de la fe cristiana, en la Encarnación?
Una vía que se ha propuesto pasa por afirmar que la Encarnación no agota las posibilidades salvíficas del Logos. El Logos desbordaría la carne de Jesús, posibilitando así otras vías de salvación al margen de esta carne. Esta tesis parte de la imposibilidad de que Dios pueda circunscribirse plenamente en lo concreto de la carne, sin que eso limite su capacidad salvadora en una sociedad pluralista.
Otra vía para relativizar a Cristo sin negar la Encarnación se refiere a la acción del Espíritu, presentándolo como capaz de actuar más allá de la limitación impuesta por la carne del Nazareno. Se invoca la frase de Jesús: «el Espíritu sopla donde quiere» (Jn 3,8), para justificar la extensión del Espíritu más allá de la carne del Verbo. Ante esto hay que decir que, si el Espíritu sopla donde quiere, ha querido soplar solamente en la carne del Hijo, «para que nosotros, recibiendo de la abundancia de su unción, nos salváramos» (san Ireneo, Adv. Haer. III, 9,3).
Hasta aquí la propuesta del pluralismo religioso, que ya ha sido ampliamente discutida y a la que rebatió la declaración Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe. ¿Cuál es la novedad hoy?
La novedad consiste en que el distanciamiento entre Cristo y la plenitud del hombre se justifica, no solo desde la existencia de muchas culturas, sino desde el surgir de una nueva visión de lo humano. Es decir, se considera que la forma de vida de Jesús de Nazaret, dependiente de un contexto tan distinto del nuestro, no es capaz de iluminar los tiempos que vienen.
Cito como ejemplo una entrevista al teólogo Piero Coda, secretario de la Comisión Teológica Internacional, realizada en L’Osservatore Romano por su director, Andrea Monda, junto a Roberto Cetera. Cuando Coda afirma que Cristo es el punto de partida de la visión del hombre (un dato claro para la visión de un teólogo formado en el consenso postconciliar de Gaudium et spes 22) los entrevistadores le preguntan si la Encarnación no determina un cierto «fijismo de lo humano en los rasgos de Jesús de Nazaret».4 La pregunta insinúa que este fijismo dificulta a la Iglesia en su labor de iluminar al hombre de hoy, tan cambiante. Cristo, al fin y al cabo, está limitado a una época y a sus comprensiones, y es difícil ver cómo puede, desde esa época, iluminar otra radicalmente distinta que hoy adviene a la humanidad.
En otra entrevista de Monda y Cetera, esta vez al teólogo Christoph Theobald, éstos repiten su «temor a que el dogma de la Encarnación haya producido en la Iglesia un cierto fijismo de la idea del hombre: dado que Dios se ha encarnado en aquel hombre de Nazaret, nosotros seguimos pensando que ése es el hombre».5 El «ecce homo» de Pilatos ya no se interpreta como «he aquí la plenitud de lo humano», porque Jesús de Nazaret está ligado a un tiempo y una época distintas de la nuestra, y esto supone una dificultad para entender qué es el hombre hoy. Claro, los entrevistadores pueden estar simplemente formulando una provocación; en ese caso, no deja de sorprender que los entrevistados no lo identifiquen ni hagan frente.
A esta idea de «fijismo de lo humano en Jesús» asocian Monda y Cetera la frase del cardenal Höllerich, en otra entrevista más que realizaron para L’Osservatore Romano. Decía así el cardenal: «Nuestra pastoral habla a un hombre que ya no existe. Hemos de ser capaces de anunciar el Evangelio, y de hacerlo entender al hombre de hoy que mayormente lo ignora».6 Cuando los entrevistadores hacen derivar de aquí su aversión a este «fijismo de lo humano en Jesús», están interpretando de un modo concreto la aprensión del cardenal: nuestra pastoral sigue centrada sobre un hombre que ya no existe, porque sigue centrada sobre el hombre Jesús de Nazaret, cuya forma de vida no es relevante hoy.
Vemos que estamos ante un desafío similar al que sigue planteando el pluralismo religioso, pero que no se formula ahora desde la multitud de culturas, sino desde la multitud de versiones de lo humano a lo largo de la historia. La carne concreta de Cristo no sólo no es capaz de llegar a todos los hombres (objeción del pluralismo religioso) sino que no es capaz tampoco de hablar a esta nueva versión de lo humano que está surgiendo.
Esta nueva versión es particular porque se describe como posthumana. ¿Qué hay detrás de este término? Hay una modificación de las coordenadas originarias del hombre, que no estarían ya dadas por su cuerpo como pasividad primera, sino que incluirían intervenciones técnicas diseñadas por cada sujeto.
Lo que se deja atrás en el «post» no es, por tanto, el hombre, sino el hombre corpóreo, es decir, aquel que asume coordenadas estructurales que él mismo no ha diseñado. Una consecuencia crucial es la relativización de la diferencia sexual de hombre y mujer como coordenada raíz de donde nace el hombre y que, por tanto, estructura su situación en el mundo a partir de ese origen.
Así que «post-humano» quiere decir «post-cuerpo» y quiere decir que se deja atrás la referencia constitutiva al par hombre-mujer. Ciertamente, tal cosa no puede quedar sin consecuencias sobre el centro de la fe cristiana, la cual se basa en que «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14). Es decir, si la «carne» hoy significa algo radicalmente distinto a lo que significaba en otros tiempos, ¿no hay que reinterpretar también el hacerse carne del Verbo?
Antes de analizar el desafío que esto supone, querría rechazar un posible modo de salvar esta distancia entre Cristo y la nueva concepción del hombre. Me refiero al intento de distanciar el estado glorioso de Cristo, por un lado, y su vida terrena, por otro. Si lo que molesta es «el fijismo de lo humano en Jesús de Nazaret», ¿no se supera ese fijismo desde el Cristo pascual?
No estoy inventando esta solución. Se ha propuesto ya para justificar, por ejemplo, formas de sexualidad nuevas. Para ello se ha diferenciado entre un paradigma natural (que insistiría en que Cristo asume y plenifica lo creatural) y un paradigma escatológico (donde Cristo ya no está ligado por el orden creatural).7 Y esto podría valer para otras novedades de la antropología de hoy.
Frente a esto hay que decir que el centro de la confesión de fe en Jesús consiste en identificar al Resucitado con el Crucificado. La imagen plena de lo humano no se puede dar en el Resucitado al margen de la vida y obra concreta de Jesús de Nazaret. La resurrección es la consecuencia del camino terreno de Cristo, en continuidad con todo su relato hasta la muerte. La Pascua confirma el valor de cada paso suyo por la tierra, a la luz del destino último al que esos pasos han conducido.8
Por tanto, no se puede justificar desde la escatología esta tendencia a relativizar a Cristo como plenitud de lo humano. Dado que tal tendencia se justifica desde la visión posthumana a la que nos enfrentamos hoy, vamos a analizar algunas claves de tal posthumanismo.
♦ 2. Redefiniciones de lo humano
¿Cuáles son esos nuevos desafíos en la concepción del hombre que hacen difícil que Cristo los ilumine? Tomaremos ahora tres de ellos. Afectan al modo de comprender nuestra relación con el pasado, o memoria; la proyección de nuestra libertad; nuestra capacidad de comprender el mundo.9
El primer desafío, referido a la memoria, consiste en el deseo de cancelar las culturas pasadas. Estas se perciben como entramados de injusticia que estrechan las opciones del presente. Detrás late el deseo de cancelar todos aquellos elementos de instalación en el mundo que han sido de algún modo dados, pues van contra la visión contemporánea de la libertad y autonomía de los individuos.
Si se va hasta el fondo de este deseo de cancelación, se llega a querer cancelar nuestra estructura corporal originaria, como si ésta fuera la más ancestral cultura opresora que impide la libertad de los sujetos. Nace entonces el deseo de eliminar al cuerpo como testigo de un trasfondo recibido de otros. Esto supone eliminar la diferencia sexual entre hombre y mujer como elemento constitutivo de nuestro ser encarnado, pues se considera esta diferencia culpable de la hegemonía heterosexual. La dificultad última tiene que ver con el hecho de que el hombre sea un ser originado. Al liberarle de esta limitación, ¿no se libera lo más propiamente humano?
Un segundo desafío se refiere a la libertad, la gran cuestión que ha recorrido la época moderna. A través de la tecnología parece posible una expansión de la libertad, sea por la participación potenciada en las redes sociales, sea por la capacidad para trenzar historias virtuales en paralelo, que pueden hacerse y deshacerse, sea por la invención de nuevas formas de generar seres humanos. ¿No se incrementan así las trayectorias posibles que se nos abren?
Queda sin embargo abierta la pregunta de si estas trayectorias nos llevan más allá de nosotros mismos. Esta posibilidad parece basarse en una separación entre la libertad y el cuerpo, el cual se intenta suprimir, como si representara un límite para la realización de la persona. La libertad, fuera del cuerpo, parecería recibir alas. ¿Es esto así?
El tercer desafío tiene que ver con el desarrollo de la inteligencia artificial que ahora parece capaz de lenguaje. Si el hombre es el animal racional, que es en su raíz griega el animal de palabra («logos» es «palabra» y «razón»), ¿qué ocurre cuando el lenguaje de una máquina ya no es distinguible del lenguaje humano?
Nace de aquí una dificultad para comprender la relación entre cuerpo y palabra. La máquina, que no tiene cuerpo, sí que tiene palabra. ¿Puede darse entonces una palabra (y, por tanto, un pensamiento) sin cuerpo?
Fijémonos en un común denominador de estas tres objeciones. En ellas las coordenadas clásicas de lo humano (memoria, conocimiento, querer) están en conflicto con la carne concreta donde el hombre vive. Hay una memoria que quiere liberarse del pasado, incluyendo el pasado que se contiene en el cuerpo; y hay un querer y un conocer que buscan expandirse más allá del cuerpo.
Esta conjunción en torno al cuerpo es importante. Pues se habla hoy de un multiculturalismo, pero se calla que este término esconde una gran uniformidad cultural.10 La uniformidad consiste en que todas las culturas distintas se acomunan por una desencarnación de lo humano desde lo virtual. Como hemos señalado antes, post-humano significa, en realidad, post-cuerpo, es decir, un nuevo ser humano que ha dejado atrás el cuerpo o lo ha relativizado. Y ha dejado atrás, sobre todo, la referencia del cuerpo a un origen que nos precede, referencia contenida en la relación hombre-mujer.
Pero esta desencarnación de nuestra cultura no logra reprimir el deseo de recuperar la condición encarnada del hombre. El hombre de los «no-lugares» (Marc Augé) se pregunta si es posible regresar a un lugar significativo para la identidad propia, que pueda ser considerado hogar. ¿Y no pasa esto por la recuperación del cuerpo como lugar originario de presencia y acción entre las cosas? Por eso el cuerpo, el gran negado, es en realidad el gran buscado.
Es aquí donde preguntamos si la centralidad de la carne en el cristianismo podría ayudar al hombre de hoy. ¿Desean realmente los hombres de nuestro tiempo que la Iglesia secunde los esfuerzos desencarnadores del presente, o más bien que devolvamos la esperanza de una posible «redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,23)? Esta última vía se corresponde con el centro de la mirada cristiana, para la cual la carne es quicio salvífico, como vamos a ver enseguida.
♦ 3. Visión del hombre desde Cristo, visión del hombre desde la carne
El centro de la visión cristiana del hombre lo constituye su ser «imagen de Dios» (Gen 1,26-27). Desde Cristo, Hijo de Dios, la fe cristiana ha entendido la imago Dei de modo relacional y filial. El hombre es aquel ser que en el mundo puede responder libremente a la llamada de Dios. Por eso a la imagen de Dios pertenece la capacidad humana de libertad y conocimiento, entendidas desde la respuesta a la llamada y al conocer de Dios.
Ahora bien, junto a la pregunta por el contenido de dicha «imagen de Dios» la revelación cristiana ha preguntado también «dónde» se da dicha imagen y cuáles son los tiempos (el «cuándo») por los que esta imagen se realiza. La pregunta concuerda con la novedad en la visión del hombre hoy. Pues esta novedad no resulta tan evidente cuando se pregunta «qué es el post-hombre», sino cuando se pregunta por el dónde y cuándo de dicho «post-hombre», es decir: fuera del cuerpo y al margen de los tiempos generativos propios del cuerpo.
Por el contrario, la tradición teológica ha ligado siempre de algún modo la imago Dei al «dónde» concreto de la corporalidad humana. San Agustín, al incluir la memoria en la tríada del alma como imago Dei incluye nuestra condición temporal, y abraza así implícitamente al cuerpo como memoria primera de la creación del hombre por parte de Dios (De Trinitate XV, 21,40-41). Más decididos se habían mostrado san Justino, san Ireneo y Tertuliano, quienes dan a la carne la preeminencia en contener la imago Dei, precisamente a la luz del destino último del barro plasmado por Dios en el principio: Cristo resucitado.11
Esta es precisamente la clave que aporta Gaudium et spes 22 al afirmar la relación entre Cristo y los hombres, añadiendo que esta sucede por la encarnación, y subrayando que «trabajó con manos de hombre» y «amó con corazón de hombre». La cita de Tertuliano que trae en este punto Gaudium et spes reafirma la idea: «en lo que se modelaba en el barro se prefiguraba a Cristo, el hombre futuro» (nota 20 de GS 22: Tertuliano, De carn. res. VI).
El dónde y el cuándo de la imago Dei se encuentra ahora en un punto muy diferente que en el transhumanismo. Pues el dónde es el cuerpo y el cuándo son los tiempos del cuerpo, tiempos que se apoyan en la generación humana, hacia el nacimiento del Mesías; esta conexión entre imago Dei y generación se expresa ya en Gen 5,3, cuando se dice que Adán concibió a un hijo a su imagen y semejanza.
Todo esto nos sitúa de acuerdo con una mirada sobre la experiencia del hombre en la cual el punto de partida es su condición encarnada. Desde aquí vamos a explorar las tres cuestiones antes evocadas, y que expresan la relación de la imago Dei con la memoria, la libertad y el conocimiento. Seguimos así la inspiración agustiniana, quien encontró la imagen de Dios precisamente en este trío, como acabamos de recordar.
♦ 4. El cuerpo como memoria primera del hombre
«El Señor Dios modeló al hombre del polvo del suelo» (Gen 2,7). El Génesis nos invita a considerar al hombre a partir de la tierra de que ha sido modelado. Pensar al hombre desde el cuerpo es entenderlo desde la relación con el ambiente que le rodea.12 El «dónde» aquí no es un mero accidente, sino que toca a la sustancia. Y ese «dónde» radical es el cuerpo, «casa cimentada sobre barro» (Jb 4,19).
El cuerpo puede considerarse casa u hogar porque él es apertura relacional a otras personas. De hecho, el cuerpo sitúa al ser humano desde el principio dentro de otro cuerpo, que es el vientre materno. En el cuerpo, el «dónde» humano nunca es primariamente cueva que se cierra y aísla, sino lugar de contacto, dependencia, apertura. Pensar al hombre corporalmente y pensarlo relacionalmente son una y la misma cosa.
Por eso, si el cuerpo es el punto de partida de la reflexión sobre el hombre, entonces nuestro primer dato experiencial pide la aceptación de algo ya dado que es parte de la identidad más honda. El cuerpo atestigua una «pasividad originaria» (Paul Ricoeur)13 o receptividad primera, que suscita la pregunta por el origen del que mana la vida, es decir, por el Creador como «vida de mi vida» (san Agustín, Confesiones VII, 1,2). Pensar al hombre desde el cuerpo es pensarlo como ser que se recibe a sí mismo de otros, y que necesita reconocer su origen para aprender su identidad. Esta referencia al origen hace del cuerpo la memoria más radical, que recuerda que el hombre siempre actúa sobre un trasfondo que le precede y que su iniciativa es siempre iniciada.
Como memoria primera, el cuerpo lleva consigo el testimonio del nacimiento. «No hay nacimiento sin carne ni carne sin nacimiento», decía Tertuliano.14 Esto implica que la pregunta por el origen se dirija necesariamente al vínculo entre nuestro padre y madre, pues en este vínculo hemos sido generados. Por apuntar a nuestro origen, el cuerpo apunta desde su principio al dimorfismo sexual hombre-mujer.
Gracias a este dimorfismo cada persona sabe que no procede del querer aislado de otro individuo, sino de una relación generativa, la cual supera a padre y madre, pues no es originada por ellos, sino que está inscrita a su vez en la receptividad primera de sus cuerpos masculino y femenino. Es decir, este dimorfismo permite situar en un horizonte abierto, no asfixiante, transcendente, la pregunta por nuestro origen.
¿Y qué nos dice sobre nuestro origen nuestra relación con padre y madre y, más en general, con la comunidad humana que nos acoge (con «nuestros orígenes», decimos, en plural)? Esta relación con los orígenes está marcada por dos rasgos clave. Primero, el testimonio de una bondad de fondo, radical, que permite la búsqueda del origen primigenio y la relación con él; segundo, el testimonio de una herida, que obscurece y dificulta esa misma relación con el origen, invitando a sospechar de ella y a rechazarla.
Está primero la bondad radical, la bondad de una vida que se transmite y que es acogida, y que normalmente cuenta con el amor de los padres hacia el hijo. Esta relación buena de los padres con el hijo hace posible al hijo aceptar la bondad del propio cuerpo, aunque el cuerpo no se haya elegido. Es decir, la bondad de nuestra pertenencia familiar, nos convence de la bondad del cuerpo, pues esta pertenencia está inscrita en el cuerpo. Y desde esta bondad del cuerpo se abre una vía hacia el origen último del cuerpo, más allá de nuestros padres, y que está en el Creador.15
Ahora bien, junto a la bondad radical que los padres testimonian, ellos dejan ver también una fragilidad, que no es primaria, sino derivada. La relación con los padres, en efecto, se presta a relaciones de dominio y explotación, ya encubiertas, ya subterráneas. Por eso al hijo se le abre siempre la vía de un rechazo de la pertenencia originaria que se vive en la carne, buscando con ello declarar su autonomía radical. Esto conlleva una tendencia a negar también la relación constitutiva con Dios como Creador.
Este entramado corporal desde el que se origina lo humano es negado hoy por el transhumanismo. Como vimos más arriba, la cultura de la cancelación llega, en su forma más radical, a cancelar la memoria primera, que es el cuerpo humano en cuanto generado desde la diferencia hombre-mujer. La crítica contra culturas raciales o patriarcales se llega a extender al cuerpo, al que se acusa como base de la hegemonía heterosexual.
La negación ideológica del papel constitutivo de la diferencia hombre-mujer lleva al extremo el rechazo del vínculo con los propios padres como vínculo constitutivo de la propia identidad, y constituye por eso la raíz de la negación de Dios como origen del mundo.
Pero, eliminada esta referencia a la transcendencia, el hombre sólo puede concebirse como producto de la generación anterior, prisionero en su propio cuerpo, un cuerpo no elegido ni elegible. Por el contrario, el entramado de la relación hombre-mujer, al ligar al hombre a un origen transcendente, garantiza la libertad del hombre frente a otros poderes. Vamos a verlo acto seguido.
♦ 5. La libertad desde el dinamismo corporal – afectivo
El enclave corporal del ser humano permite también comprender su acción libre. Si el cuerpo es receptividad originaria, es también capacidad de obrar, pues desde el cuerpo se proyecta la acción del hombre en el mundo para transformarlo.
Precisamente esta receptividad primera, en cuanto conlleva una convocación o llamada a obrar que no puede ser reducida a los deseos o expectativas de nuestros padres, es la que suscita la novedad de la acción humana. Lo ha subrayado bien Hannah Arendt, al insistir en el nacimiento como coordenada clave del obrar novedoso del hombre.16 Si en el nacimiento hay una novedad indeducible con respecto a todo lo anterior, tal novedad acompañará, según Arendt, la acción del hombre, diferenciándola de la que realizan los demás animales. El carácter fontal del nacimiento es capaz de atribuir un carácter fontal también a cada acción genuina de la persona.
Para entender este juego entre receptividad y respuesta libre es preciso considerar la estructura afectiva del hombre corpóreo. La antropología actual ha recluido el mundo de afectos y sentimientos a la esfera privada e íntima. Lo ha hecho reduciendo los afectos a un conjunto de emociones interiores al sujeto, desligándolas de los vínculos que nos unen a otros y con los que se edifica la sociedad.17 La consecuencia es que las emociones se desligan también del cuerpo, como presencia receptiva al mundo y a los otros, que no hemos diseñado autónomamente, sino que recibimos filialmente.
Ante esta reducción de las emociones es preciso recuperar la amplitud del dinamismo afectivo, que comienza desde una comunión viva con el ambiente. Como ha mostrado Paul Ricoeur, mientras que en el conocimiento y la voluntad se puede distinguir netamente entre sujeto y objeto (el que entiende y lo entendido, el que quiere y lo querido) no sucede lo mismo en la esfera afectiva, que genera una unidad originaria entre el amante y lo amado, que solo pueden distinguirse dentro de esta unidad.18
Esta unidad no es estática, sino que constituye un dinamismo, como ya mostraba santo Tomás de Aquino en su análisis de las pasiones (STh I-IIae, qq. 26-28). La estructura afectiva humana implica su apertura a los bienes del mundo para que el sujeto sea tocado y atraído por ellos. Por los afectos, el sujeto puede ser impactado por los bienes que le rodean y experimentar una comunión con esos bienes que le mueve a trenzar un vínculo y a edificarlo.
Además, esta capacidad de reacción ante los bienes no se mueve solo en la óptica del sujeto y sus apetencias, sino que tiene estructura interpersonal, pues el bien por excelencia que nos atrae y configura es la relación con la otra persona. Desde aquí se entiende la capacidad de las personas de impactarnos y de forjar un mundo compartido, de forma que uno habite en el otro y podamos perseguir bienes comunes. La búsqueda de los bienes cobra un sentido nuevo desde esta alianza interpersonal. Pues ésta, al permitirle querer el bien, no sólo para sí, sino para la persona amada, saca al sujeto de su propia esfera privada y coloca su libertad en el horizonte de la transcendencia.
Esta estructura afectiva cobra un sentido paradigmático desde el vínculo esponsal del hombre y de la mujer. En el matrimonio la presencia interior de la persona amada y la formación de un mundo común alcanza una cota única. La razón es que en el matrimonio hombre y mujer comparten, al compartir la unión de sus cuerpos, ese lugar donde ellos mismos han sido generados. El bien común que se pone en juego, al corresponder con el origen primigenio de las dos personas, toca su memoria fundante y la raíz de su identidad.
Esta es la razón por la cual la sexualidad, como testimonio del propio origen, sólo puede ser compartida entre hombre y mujer, porque sólo en la unión de ellos está inscrito ese origen de la persona. Se ve también desde aquí por qué esa unión conyugal exige la unicidad de la unión y su capacidad de abarcar todo el horizonte temporal de la persona. En efecto, cuando se comparte el lugar originario de la identidad personal, solo se puede hacer en modo exclusivo y en modo que abarque la totalidad del tiempo de la vida.
El dinamismo afectivo que hemos descrito determina el modo de comprender la voluntad humana. Desde el dinamismo de los afectos, nuestro querer no puede verse como decisión espontánea autónoma. Al contrario, nuestro querer es respuesta a una llamada originaria y a una unión que nos es regalada, para poder actuar juntos y generativamente. Esta respuesta libre y fecunda desde la aceptación de un vínculo es la esencia de la libertad.
Si esto es así, entonces la negación post-humana de la diferencia hombre-mujer como paradigma de la unión personal y como único lugar donde la sexualidad puede ejercerse con sentido, conlleva el cierre de horizontes de la unión afectiva, que no puede ofrecer ya base para una libertad común y duradera. La sociedad que rechaza hoy el paradigma constitutivo del amor hombre-mujer conoce a la vez una crisis de natalidad que cancela su futuro. A cambio nos ofrece multiversos tecnológicos para desplegarnos en ellos, pero son multiversos repetitivos, donde la libertad no tiene horizontes.
Queda entonces claro que igual que la memoria se proyecta hacia un origen primordial desde la relación hombre-mujer que nos ha traído a la vida, así la libertad se proyecta también a una transcendencia cuando asume el entramado corporal marcado por la diferencia de lo masculino y lo femenino. Desde esta novedad de la memoria y la libertad, podemos preguntarnos si hay también novedad en la inteligencia propia de nuestra condición encarnada.
♦ 6. La inteligencia humana desde la condición encarnada
La forma humana de conocer está también arraigada en el cuerpo. Pues el primer conocimiento viene por la percepción sensorial. La inteligencia humana se desarrolla sobre esta base sensorial, sin abandonar la lógica de los sentidos.
Es importante destacar que el conocimiento sensorial no es solo pasivo, sino también activo. Es decir, los sentidos no se limitan a recoger datos, sino que conocen desde una participación con el mundo que nos rodea, al cual responden. Pensemos en la mano, que al tiempo que recibe sensaciones las busca. O en el ojo, que focaliza la mirada y sitúa cada objeto en el todo. Los sentidos no se describen hoy desde la formación pasiva de un dibujo o pintura interior, situado en el cerebro, donde se recogen los impulsos de fuera; sino más bien como una lente, que permite a la mirada distintas formas de participar en el mundo que nos rodea.19
El conocimiento sensorial consiste, por tanto, en una receptividad activa. Y esta se basa en una participación del ser vivo en su ambiente, que no percibe el mundo desde la distancia, sino desde la comunión con las cosas. Por eso la experiencia sensorial se ha podido describir como participación en un campo de energía, que nos permite interactuar con distintos aspectos del entorno. Así la vista nace como forma de participar en el campo electromagnético que nos rodea, el oído en el campo sonoro, el olfato en un campo químico… Esto ayuda a superar la oposición entre objeto y sujeto que es propia de la gnoseología cartesiana y que ha heredado la modernidad.20
El conocer intelectual propio del hombre se arraiga en este entramado, integrando lo propio de cada sentido. El tacto (junto al gusto y olfato) son sentidos más corporales, pues están ligados siempre a un lugar o ambiente. En ellos se revela mejor el contacto y la interacción mutua con lo conocido. El oído, por su parte, recoge la apertura receptiva y, sobre todo, la dependencia del tiempo. Y la vista, en fin, aporta la inmediatez y la visión del todo. A menudo la tradición occidental ha derivado el conocimiento intelectual sólo a partir de la vista, aislada de los demás sentidos, sin recoger la riqueza de éstos, esenciales para una visión equilibrada de la gnoseología.21
Los sentidos nos ofrecen un paralelo con el dinamismo afectivo que hemos descrito más arriba. Pues en ambos casos se da una receptividad primera que pide una respuesta; y en ambos se obra a partir de una comunión originaria con el entorno. Esto permite entender que los afectos sean también fuente de conocimiento, pues profundizan nuestra apertura al mundo y nuestra comunión con él. De ahí que se haya podido hablar de los ojos, oídos o manos del corazón.
La inteligencia surge a partir de este entramado sensorial y afectivo. Podemos verlo si asociamos la inteligencia con el lenguaje, pues el animal racional es animal de lenguaje. El lenguaje no es solo un medio instrumental de conocimiento y manipulación del mundo, sino la forma de participar en un ambiente humano y de elaborar una mirada común sobre la vida. La comunicación sensorial y afectiva con otros hablantes nos permite captar el significado de sus palabras, compartiendo su visión del mundo. Desde este lenguaje, que se ha aprendido corporal y relacionalmente, nace la inteligencia, como capacidad reflexiva de comprender la totalidad del mundo y de su curso. Comprobamos así cómo la capacidad intelectual del hombre está arraigada en su cuerpo. El corazón, en la Biblia, no es solo órgano de las grandes decisiones, sino también de la comprensión plena de la vida.
Desde el lenguaje se ve claro que la inteligencia es respuesta a una palabra previa que nos llega de fuera y nos interpela. Hay en el mundo un sentido o razón que nos provoca a acogerla y a pensar con ella y desde ella. Así, la inteligencia, al nacer de una fuente que nos precede y de una comunión que agranda nuestra mirada, puede ir más allá de sí misma, moviéndose en un horizonte de transcendencia. En la Biblia, la primera forma de conocimiento coincide precisamente con la unión conyugal de Adán y Eva, cuando se dice que «Adán conoció a Eva, su mujer» (Gen 4,1). El conocimiento implica un tipo de comunión que permite a la mirada ir más allá del individuo aislado.
La inteligencia humana, en cuanto depende de una experiencia que nos precede y de una comunión originaria con los otros, se vincula también a la morfología dual de lo masculino y lo femenino, por la cual venimos al mundo y pertenecemos a una familia. Si la inteligencia nace desde la situación corporal de la persona en el mundo, esa situación corporal es capaz de abrirse hacia el misterio porque está atravesada por la diferencia hombre-mujer, que refiere nuestra mirada más allá de lo aferrable.
Por eso, si se elimina la diferencia hombre-mujer como clave de estructuración de la experiencia, se elimina también la capacidad de la inteligencia de abrirse más allá de lo instrumental y utilitario. La inteligencia acabaría siendo toda ella artificial, y por tanto incapaz de generar ideas nuevas. Pues si la inteligencia, como la hemos descrito, brota de la vida capaz de percibir su mundo y de ser afectado por él, entonces una inteligencia artificial es tan contradictoria como una vida artificial o un afecto artificial.
En fin, nuestra visión encarnada del hombre nos ha permitido reevaluar elementos centrales de su identidad: la memoria, el querer libre, la inteligencia. La corporalidad en que memoria, querer e inteligencia están arraigados no constituye para ellos un límite sino, al contrario, una apertura que les permite proyectarse más lejos. Desde esta visión encarnada del hombre enlazaremos ahora brevemente con la pregunta cristológica suscitada más arriba. ¿Hay un cierto fijismo de lo humano en el hombre Jesús de Nazaret, que impide al cristianismo enfrentarse a los nuevos retos antropológicos?
♦ 7. Cristo y el hombre, una propuesta sacramental
El misterio de Cristo, Palabra hecha carne, pide una visión de lo humano anclada en la corporalidad, como la que acabo de esbozar. A su vez, analizar la situación encarnada del hombre es el mejor modo de entender cómo su camino culmina en Cristo de modo insospechado e insuperable. La vida de Cristo es la plenitud de la promesa de vida que se intuye desde el principio en la carne de todo hombre y mujer. Una antropología centrada en la carne nos permite despejar el miedo a que un fijismo de lo humano en Jesús impida la promoción de todo lo humano en su novedad.
En primer lugar, desde el pluralismo religioso y el multiculturalismo, se aduce que lo concreto de la vida de Jesús de Nazaret limita las vías concretas de salvación de muchos hombres. ¿No es su vida en la carne demasiado estrecha para englobarlo todo en ella?
En realidad, el análisis de la condición encarnada del hombre nos permite ver ésta, no como límite que separa, sino como apertura al encuentro y relación entre los hombres. Desde la carne, la memoria, libertad y entendimiento se abren a la relación con los otros y a la transcendencia. Por eso la plenitud de lo humano sólo puede llegar a través de un encuentro con alguien que comparte nuestra misma carne. Y, si llega a través de la carne, podrá ser un encuentro que abrace a todos los hombres, unidos corporalmente, y los una en la misma salvación.
Recordemos que la carne es lugar de contacto entre todos los seres humanos, los cuales estamos ligados, no solo por nuestra semejanza, sino por nuestra cercanía corporal como descendientes de un mismo origen. Sólo cuando veo al otro, no solo como mi semejante, sino como quien comparte una misma instalación corporal en el mundo, puedo entender que su bien es esencial para mi propio bien.22
Por tanto, la Encarnación no limita o reduce la relación con el resto de los hombres, sino que por ella Cristo entra en ese lugar donde todos los hombres pueden ser alcanzados, y alcanzados juntos. De hecho, Gaudium et spes 22 basa en la Encarnación la capacidad de Cristo de unirse con cada hombre. Esto implica que el universalismo de Cristo (su oferta de salvación a todos los hombres) se realiza solo por el contacto corporal concreto que une a cada hombre con los que le rodean. Este es el sentido de la transmisión sacramental de la salvación, de modo que la gracia esté siempre ligada a la carne. El universalismo cristiano no es nunca comunicación de masas, sino que se alcanza a todos sólo en cuanto toca a cada uno de persona a persona.
Pero analicemos, en segundo lugar, la objeción más reciente. Si las teorías pluralistas están presentes desde hace ya varias décadas, la dificultad de nuestro tiempo se mueve desde los nuevos modos de comprender al hombre en la postmodernidad. ¿Puede Jesús de Nazaret, anclado en la historia, iluminar los caminos futuros de la humanidad, tan novedosos e imprevisibles? ¿Cómo superar ese cierto «fijismo de lo humano en Jesús de Nazaret»?
Hay que indicar aquí, en primer lugar, que la primera fuente de novedad humana está en el evento originario del nacimiento, del que nuestro cuerpo es el primer testigo. En la novedad del nacimiento, custodiado por la diferencia sexual del padre y de la madre a través de la cual el hijo entra en el mundo, se encuentra la capacidad de innovar propia del ser humano. Esto significa que el intento de superar la diferencia sexual como fundamento de comprensión de la identidad del hombre está condenada a la vetustez. Lo nuevo, para el hombre, nace desde la receptividad originaria que permite acogida y unidad, y nace como fruto nuevo de esa unidad.
La novedad de Cristo no ha consistido, pues, en suprimir la memoria originaria de la carne. Al contrario, en su carne, Cristo ha ahondado en la memoria hasta arraigarla en el Padre. De este modo nos ha hecho más receptivos a todo lo que viene del Padre, más capaces de acoger sus dones, y más abiertos por tanto a una comunión que se desborde más allá de nosotros. De este modo el dinamismo originario de memoria, libertad y conocimiento, es asumido, purificado y dilatado por su Encarnación.
Podemos decir también que la novedad de Cristo está en haber asumido la forma generativa radicada en la creación y en haberla dilatado.23 Su vida puede verse como un ejercicio nuevo del nacer y del generar, hasta llevar la carne a su medida definitiva en Dios.
Esta renovación generativa no llega por superación de la diferencia hombre-mujer, pues ésta queda asumida por Cristo. De ahí que el matrimonio, que contiene la lógica de la creación, quede incluido en la economía pascual de Jesús. Junto a la novedad del matrimonio, la novedad se contiene también en la inauguración, por parte de Jesús, de la forma virginal de vida. La virginidad traspone la lógica hombre-mujer en la clave de la plenitud definitiva del Resucitado y la adelanta a nuestro tiempo.
Toda novedad de la historia se genera desde esta doble renovación de Cristo: la renovación de los odres antiguos del amor creatural del hombre y de la mujer para que quepa en ellos el vino nuevo del amor de Jesús (sacramento del matrimonio); la anticipación del destino último de la historia en los odres viejos del cuerpo mortal (vida consagrada). Matrimonio y virginidad nos dan la clave para combinar cristianamente lo nuevo y lo antiguo.
Si Cristo ha asumido la forma generativa de la vida humana y la ha llevado a su plenitud, entonces la resurrección no constituye solo la elevación de Jesús a lo más alto, sino también la proyección de Jesús al futuro definitivo. Por eso Cristo no es solo nuevo Adán, sino último y definitivo Adán. Y la vida de Cristo no se recluye solo en el pasado, sino que se ha anticipado al futuro. En la cruz y resurrección ha sucedido aquello más grande de lo cual nada puede suceder.24
Por eso el que marcha al ritmo de Cristo va siempre a la vanguardia de la historia. La Iglesia sólo pueda retrasarse con respecto a la historia cuando se aleja de Cristo, culminación de la historia. La fe pascual confiesa que el camino terreno de Cristo, desde Belén a la cruz, alcanza la plenitud insuperable de una carne llena de Espíritu. No hay pues ningún fijismo de lo humano en Jesús de Nazaret porque la vida de Jesús de Nazaret contiene un orden generativo que propulsa hacia la Pascua a quien asume su ritmo.
♦ Conclusión
He empezado notando la quiebra de un consenso que, tras el Vaticano II, ha considerado a Cristo como única plenitud insuperable de lo humano. Tal quiebra tiene que ver con las nuevas formas de lo post-humano que están surgiendo, y que parece difícil iluminar desde la historia pasada de Jesús de Nazaret. ¿Qué decir ante esto?
He propuesto, desde el hacerse carne de la Palabra, una mirada sobre el hombre que parte de su condición encarnada. La capacidad generativa del cuerpo, que se ancla en su memoria más honda, se ha mostrado capaz de abrir horizontes, sea a la libertad del hombre, sea a su capacidad de entender.
Se desvela desde aquí la incapacidad de lo post-humano de generar novedad, precisamente porque anula dicha corporalidad generativa del hombre. En efecto, las formas de post-humano son en realidad formas de post-cuerpo, que quieren eliminar la radicación humana en la corporalidad y, más concretamente, en la forma corporal marcada por la diferencia generativa del hombre y la mujer.
Desde la condición encarnada que he planteado ha emergido una relectura de tres claves clásicas, que responden a tres retos post-humanos.
Primero, la memoria filial, la cual es capacidad de acceder a un manantial originante, frente a los intentos postmodernos de cancelar todo lo recibido.
Segundo, el sustrato afectivo de la libertad, que muestra la libertad como apertura a recibir un don originario que permite actuar creativamente, frente a búsquedas postmodernas de reducir la libertad a las distintas proyecciones del «yo».
Tercero, un conocimiento anclado en los sentidos y en el lenguaje. Este conocimiento no se dirige al uso instrumental de los objetos del mundo, sino que puede inaugurar vías de sentido desde una comunión fecunda con la realidad, frente a una inteligencia artificial que a lo más sabe resumir y repetir.
Cristo aparece, a esta luz, como plenitud insuperable, insospechada y desbordante de lo humano. Lejos de limitar lo humano, el camino en la tierra de Jesús de Nazaret le despliega horizontes, al transmitirle un origen y un destino insuperables en Dios. Jesús lleva a cabo la plenitud de lo humano sin negarlo en lo posthumano, porque integra en sí la constitución generativa creatural del hombre y de la mujer, y dilata esta constitución según una medida nueva, desde la complementariedad entre vida matrimonial y vida virginal. Jesús, por tanto, no queda prisionero del pasado y superado por las novedades posthumanas, sino más bien se anticipa al futuro y sigue atrayendo al hombre desde ese futuro insuperable.
Esto nos permite responder al desafío lanzado por el cardenal Höllerich. Ante su miedo a que la Iglesia esté hablando a un hombre que ya no existe y sea por eso incomprendida, planteo una alternativa. El cristianismo no es comprendido por el mundo, no porque anuncie a un hombre que ya no existe, sino porque anuncia al hombre que existirá. Renunciar al mensaje cristiano por culpa de esta incomprensión es renunciar a proclamar esperanza para el mundo.
1. J. Ratzinger, Pastoralkonstitution über die Kirche in der Welt von heute. Erstes Kapitel des ersten Teils, en H.S. Brechter (ed.), Das zweite Vatikanische Konzil. Konstitutionen, Dekrete und Erklärungen, Teil III, Freiburg-Basel-Wien, Herder, 1968, 350.
2. Cf. L. Ladaria, Cristo «perfecto hombre» y «hombre perfecto», en E. Benavent Vidal – I. Morali (ed.), «Sentire cum Ecclesia». Homenaje al P. Karl Josef Becker S.J., Valencia, Facultad de Teología San Vicente Ferrer, 2003, 171-185.
3. Cf. L. Melina – J. Granados (ed.), La verità dell’amore. Tracce per un cammino. Con un inedito di Benedetto XVI, Siena, Cantagalli, de próxima aparición.
4. https://www.osservatoreromano.va/it/news/2023-07/quo-172/non-c-e-riforma-della-chiesa-senza-riforma-della-teologia.html (último acceso: 26 de enero de 2024): «L’incarnazione ha determinato nella teologia una certa fissità dell’umano nelle sembianze di Gesù di Nazareth. Ma l’uomo cambia. È sottoposto ad un processo evolutivo che solo in parte può influenzare. Cambia fisicamente, ma anche mentalmente e psicologicamente. Il cambiamento antropologico è evidente ad uno sguardo minimamente attento. Ed è anzi divenuto molto rapido. Pensi ad esempio alle relazioni tra i generi, oppure all’esternalizzazione della memoria – che, ricordiamolo produce l’identità – nelle intelligenze artificiali. E noi rischiamo, per dirla col cardinale Hollerich di parlare ad un uomo e una donna che non esistono più. Allora forse un rinnovamento della teologia, dovrebbe iniziare con una rivisitazione del pensiero antropologico» (último acceso: 2 de febrero de 2024).
5. https://www.osservatoreromano.va/it/news/2023-11/quo-260/la-teologia-dell-incarnazione-alla-sfida-del-transumanesimo.html (último acceso: 2 de febrero de 2024).
6. https://www.osservatoreromano.va/it/news/2022-10/quo-244/una-chiesa-povera-una-chiesa-viva.html (último acceso: 2 de febrero de 2024).
7. Cf. R. Bethmont, Homosexualité, loi naturelle et rapport à l’accomplissement eschatologique de l’humain: Réflexions sur un aspect négligé du débat anglican sur l’homosexualité, en Istina 58 (2013), 185-197.
8. Cf. M.S. Burdett, Incarnation, Posthumanism and Performative Anthropology: The Body of Technology and the Body of Christ, en Christian bioethics 28 (2022), 207-216.
9. Cf. J. Granados, Bautismo, su Pascua en nosotros: ¿Puede renacer lo humano?, Madrid, Didáskalos, 2023.
10. Cf. F. Botturi, Pluralismo e multiculturalismo, en Id., Universale, plurale, comune. Percorsi di filosofia sociale, Milano, Vita e Pensiero, 2023, 73-100.
11. Cf. A. Orbe, El hombre ideal en la teología de S. Ireneo, en Gregorianum 43 (1962), 449-491.
12. Para profundizar en una visión de la persona desde el cuerpo me permito referir a J. Granados, Teología de la carne. El cuerpo en la historia de su salvación, Didáskalos 9, Burgos, Monte Carmelo, 2012.
13. P. Ricoeur, Soi-même comme un autre, Paris, Cerf, 1990, cap. 10.
14. Tertuliano, De carne Christi I, 2: CCL II, 873.
15. Sobre este punto me permito referir a J. Granados, An Apologetics of the Flesh: The Body as the Path to God, en Communio 49 (2022), 431-452.
16. Cf. H. Arendt, The Human Condition, Chicago, University of Chicago Press, 1958; S. Kampowski, Arendt, Augustine, and the New Beginning: The Action Theory and Moral Thought of Hannah Arendt in the Light of Her Dissertation on St. Augustine, Grand Rapids, Eerdmans, 2008.
17. T. Dixon, From passions to emotions: The creation of a secular psychological category, Cambridge, Cambridge University Press, 2003.
18. P. Ricoeur, L’homme faillible: Philosophie de la volonté, vol. 2, Paris, Aubier, 1949.
19. Cf. R. Sokolowski, Phenomenology of the Human Person, Cambridge, Cambridge University Press, 2008, 205-224; 225-230.
20. Cf. Sokolowski, Phenomenology of the Human Person, 198-200.
21. H. Jonas, The Nobility of Sight, en Philosophy and Phenomenological Research 14/4 (1954), 507-519.
22. Cf. R. Spaemann, Personen: Versuche über den Unterschied zwischen «etwas» und «jemand», Stuttgart, Klett-Cotta, 1996, cap. 18.
23. Al respecto puede consultarse J. Granados, La generatività: chiave per una sintesi teologica, en Anthropotes 29 (2013), 99-122.
24. S. Bonanni, Quo nihil maius fieri potest, ovvero: il tempo superato: percorsi schellinghiani e riflessione cristologica in Walter Kasper, en Lateranum 65 (1999), 223-270.
Abstract:
The article examines a central theological issue: the relationship between Christ and man, between Christology and anthropology. It begins by describing the signs of the breakdown of the consensus that has prevailed since the Second Vatican Council, according to which the fulfillment of the human person can be found only in Christ. To respond to this breakdown, the article analyzes the salient features of the posthumanist challenge and proposes a Christology centered on the relational experience of the body. The result is a proposal that affirms in a new way that the fullness of the human is possible only through conformation to the life and work of Jesus of Nazareth.
Keywords ♦ Christology – Anthropology – Posthumanism – Body
J. Granados, ¿A un post-hombre, un post-Cristo? La relación entre cristología y antropología frente al cambio de época, in Fidei Communio 1/1 (2025), 101-122