Fidei Communio 2025/1
Contributi di Alessandro Clemenzia, Paul Gilbert, Cecilia Costa, Domingo García Guillén, Manuel Palma Ramírez, José Granados, Roberto Regoli, Andrea Riccardi
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Fidei Communio 2025/1
Manuel Palma Ramírez
Visión y orden: el problema del método en teología. Ciencia. Razón. Caridad
«Todos los hombres quieren, por naturaleza, ver con claridad».1 Las palabras con las que Aristóteles comienza su obra Metafísica son la expresión del deseo humano del conocimiento, en el que radica su misma perfección. En el comentario al pasaje que lleva a cabo Alejandro de Afrodisias, queda claro el vínculo entre la sabiduría y la visión: «la percepción visual, más que los demás sentidos, permite no sólo el conocimiento mutuo, sino además conocer los cuerpos divinos y celestes. Mediante la vista, se adquiere ese tipo de conocimiento que es propio de la filosofía, cuando al fijar la atención en el cielo y contemplar el orden y la exuberante belleza, se llega a conocer quién lo ha formado todo».2 La vista – señala Aristóteles a continuación – por cuanto capta más diferencias que los demás sentidos, es menos sensible y menos material que los otros. Cuando ve, el ser humano no sólo reacciona de una forma pasiva a los estímulos luminosos por los que el ojo es impresionado, sino que, mirando responde y, de esta manera, se expresa, en cierto sentido, de un modo activo, impone un cierto orden, dota la realidad de un método. La mirada es también, de esta manera, una respuesta subjetiva al ser que se entrega, que se le aparece y una expresión de sí mismo. En su obra Piccola metafisica della luce, Silvano Petrosino desarrolla la cuestión medieval de la luminosidad del ser que se presenta al hombre, quien está en disposición de captarla a través de su visión. Hay, de hecho, muchos tipos de respuestas ante el impacto de la luz exterior. La mirada del hombre puede ser mirada instrumental que busca apropiarse de lo otro, mirada que hace que el ojo llegue a ser mano. Puede ser incluso mirada idolátrica, que se entra y se funde con lo mirado, cuya distancia pretende abolir (conceptualmente) para encontrar una cierta complacencia y abandonarse en el reposo de la propia obra. Pero sólo la mirada maravillada, la mirada de estupor, es auténticamente humana. El hombre, en ella, se reconoce mirado y en esta Mirada Original halla la raíz de su ser, el sentido: esclarece sus relaciones con el mundo, con los otros, con Dios, consigo mismo.3
El orden que impone activamente la mirada está en la raíz del método. De hecho, la misma realidad del método toca de lleno cada uno de los tres estadios de la realidad descritos por Blaise Pascal: el orden de la carne, aquel del espíritu y el orden de la caridad. En el pensamiento de Pascal estos tres dominios no son sólo distintos entre sí, sino que además entre ellos se establece la mediación de un abismo de profundidad infinita que los incomunica. De esta forma, entre la carne y el espíritu media una distancia infinita similar a la que aparta al animal del hombre racional; pero, todavía más, entre la inteligencia y el orden de la caridad se abre el abismo inconmensurable de lo infinitamente infinito.
Cualquier referencia al método tendría que considerar necesariamente las cuestiones de la mirada y del orden. Las perspectivas de Silvano Petrosino y de Blaise Pascal darán forma a la propuesta que, pasando por la exterioridad de las ciencias experimentales (1. Orden de la carne. Ciencia y método) y por el empeño unificador de la razón (2. Orden del espíritu. Razón y método), desembocará, con todo, en el ámbito propio de la teología (3. Orden de la caridad), pórtico de la paciencia de la mirada por el encuentro con la gracia divina que provoca la conversión (Conclusión. La mirada de María).
♦ 1. Orden de la carne. Ciencia y método
La carne recibe, de un modo sensorial, el impacto de la realidad, de forma que, en la perspectiva pascaliana de los tres órdenes, ésta se vuelve un objeto a disposición, por medio del cual es posible colmar la indigencia que caracteriza la vida del ser humano en el mundo. El primer modo de ordenación, propio de la carne, produce un discurso, no sobre las cosas, sino más bien sobre el escenario del drama en el que éstas cohabitan con el ser humano. La carne siente la muerte (la condición del ser humano arrojado en el mundo es sólo ésta) y el hombre, para no pensar – infinitamente alejado del orden espiritual que funda el pensamiento, la razón de su grandeza –, retorna constantemente a la exterioridad de lo carnal.
Existe, en este sentido, una mirada que sale al encuentro de lo otro, que está colocado ahí afuera (el escenario mundano), con el fin de apropiarse de lo que se le presenta. Esta forma de ver implica la captación objetiva, puesta a disposición del sujeto, reducida la realidad en su dignidad y en la libertad de su manifestación. Pareciera producirse una alteración de la naturaleza orgánica del ojo, es como si éste cambiase de condición y llegara a convertirse en mano, pronta para tomar lo que, en virtud de su capacidad, puede ser suyo. La naturaleza de esta mirada es, por todo, carnal y el orden que procura se despliega en un método puramente exterior.
De esta forma, si la cosa carnal, en la perspectiva de la Antigüedad clásica, es algo dotado de figura, res extensa (1.1. Ob-jeto), entonces puede captarse por medio de la geometría, base de la física galileana y, desde ella, de la ciencia moderna (1.2. Geometrización). La captación de la realidad mundana, una vez que René Descartes dio al conocimiento geométrico una formulación matemática, lleva a cabo mediante un enfoque físico-matemático, es decir, la causalidad material que, en gran medida todavía hoy, caracteriza el orden metodológico de las ciencias experimentales. El éxito de las ciencias choca con la consideración de crisis descrita por Edmund Husserl y que determina no sólo la situación problemática de los saberes experimentales, sino además la reducción del ser humano, de la verdad y, en último término de la civilización occidental (1.3. Exterioridad y método).
♦ 1.1. Ob-jeto
La propia consideración del objeto como ilusión puramente exterior trae consigo el despliegue de un cierto tipo de mirada, la venida afuera de un Fuera: «como exterior, otro y diferente».4 La exterioridad señala la propia estructura del Ek-tasis en la que se muestra, la alteridad (deficiente) marca el carácter primordial de lo que está fuera de él mismo, que no es él, en tanto que la diferencia señala la distancia, aparece alejado en el horizonte del mundo. Todo lo que aparece resulta privado de ser, por tanto, se identifica con lo exterior, «en el terrible sentimiento de lo que, puesto fuera, expulsado por decirlo así de su morada verdadera, de su Patria de origen, privado de sus bienes más propios, se halla abandonado, sin apoyo, perdido».5
El aparecer del objeto ante la mirada se desvela en la Diferencia del mundo, que, en cuanto ob-jeto, le es, desde el principio, «totalmente indiferente: ni lo ama, ni lo desea, ni lo protege de ninguna manera, carece de toda afinidad con él»,6 sumido en la indiferencia del hay (il y a). La indiferencia del aparecer del mundo hacia lo que desvela en la Diferencia «a duras penas puede ocultar una indigencia más radical… el aparecer del mundo es incapaz de conferir al objeto siquiera una existencia a lo que desvela».7 El mundo no da cuenta de aquello que se desvela en él, es en este sentido impotente. El principio de la fenomenología, según el cual la fenomenicidad pone de manifiesto el ser, quedaría, en este escenario de la representación mundana gravemente sumido en la incertidumbre, ya que el mundo es incapaz de poner en el ser aquello que ha hecho aparecer: lo que aparece en el mundo, aunque efectivamente aparezca en él, no por ello existe.8 El ente, como objeto mundano, no es capaz de rendir cuenta de su existencia. Ni siquiera un itinerario hacia la interioridad, como el propugnado por Heidegger, puede evitar sumir al propio ser humano en la mayor de las exterioridades: la pura superficialidad. La angustia heideggeriana del ser arrojado en el mundo pareciera más bien la escena de una representación sobre un escenario: hay unos personajes que van recitando sus papeles, sin poder siquiera garantizar su propio ser, anclados a las tablas en donde han sido abandonados, en donde se ha trocado su propio ser por la apariencia fugaz… paradójicamente, desapareciendo en la recitación de sus textos.
En este sentido, Paul Ricoeur, en su obra Le volontaire et l’involontaire describe la necesidad, dentro de la esfera de la voluntad, en una cierta tensión material hacia el exterior, como un afecto activo, bajo la forma de una «indigencia que tiende hacia lo que puede satisfacer». Sin apuntar a un término concreto, ni a imagen o concepto alguno (sin la representación o la dación de lo otro), la necesidad ha nacido de una carencia, de ahí que más que revelar el cuerpo, manifiesta lo que éste «apetece como cuerpo», de lo que globalmente carece. Platón, de hecho, afirma que la necesidad pertenece a la pobreza del hombre abandonado en un mundo hostil. De este modo, necesidad e impulso van de la mano en la descripción fenomenológica de Ricoeur: «si el impulso puede medirse por la voluntad, la carencia permanece siempre incoercible». En cualquier caso, está claro que la necesidad enseña la fragilidad esencial del ser humano y que precede a la apertura a una presencia que satisface.9 Emmanuel Levinas pone de relieve, precisamente, no el carácter mundano de la satisfacción – que recuerda la condición de animalidad que acompaña la inmersión del hombre en el mundo –, sino su distancia de él; pues, aunque se alimenta del mundo, por la necesidad, está igualmente separado de él.10
♦ 1.2. Geometrización
La exterioridad del mundo es incapaz de poner en el ser aquello que ha hecho aparecer, ya que lo que se revela en el mundo, aunque de hecho aparezca en él, no por ello está dotado de existencia. Cabría decir más: porque aparece en el mundo no existe. Lo que se muestra en el mundo se muestra como exterior, como diferente y como otro (distinto), ya que este Ek–stasis equivale a una diferencia. Gracias a esa puesta a distancia le es dado aparecer en el horizonte del mundo. Así la diferencia es doble: por un lado, entre lo que aparece y el horizonte mundano en el que se muestra; por otro lado, entre lo que aparece y el aparecer mismo. Lo que aparece consiste entonces en la diferencia del fuera-de-sí, en el alejamiento violento de la aparición de lo exterior, puesto fuera y expulsado de su verdadera morada, privándolo de sus bienes más propios.
A mediados del siglo XVII, Galileo impugnó las cualidades sensibles del universo para oponerles, como constitutivos de la realidad de éste, los objetos materiales extensos dotados de figuras. La realidad del universo estaría marcada desde entonces por el conocimiento geométrico de aquellas figuras de los cuerpos materiales.11
De esta manera, todo, incluido el mismo hombre, está sometido a ese género de conocimiento, que, en la actualidad, continúa considerándose el prototipo del saber riguroso. El ser humano carnal es un compuesto de «partículas materiales y su verdadera realidad depende de ciertas estructuras específicas de organización de esas partículas, estructuras químicas y biológicas, principalmente».12 El hombre, parte del universo material, se explica a partir de éste, por lo que acaba siendo reducido a un mero engranaje de esa inmensa máquina ciega en funcionamiento, a la que se encuentra sometido. En sí mismo, no escapa a esa determinación radical, que no es únicamente externa, sino interna: «¡no es dueño de su propia casa!».13
Si en el campo galileano no hay más que cuerpos materiales con sus determinaciones físico-matemáticas ideales, entonces, es verdadero aquello que se muestra, lo que es puesto delante, a disposición, el ob-jeto, el fenómeno. El hecho de ser puesto delante es la verdad, la conciencia pura. Por tanto, es precisamente este «estar-aquí», ante la mirada lo que hace de todas las cosas fenómenos. Pero ese estar-aquí no es sino el «afuera», es decir, el mundo como tal, su verdad, ya que, a la verdad original del mundo, se somete todo lo que es verdadero, sea cual sea su naturaleza. Una cosa no existirá si no se muestra en el afuera primordial del mundo.14
Ocurre – he aquí la primera diferencia que marca la distancia entre el objeto y el escenario mundano en el que comparece – que lo que se muestra en la verdad del mundo es hecho diferente de ella, como abandonado por ella, hasta el punto de deambular como un ciego perdido en ella.15 No depende de la verdad del mundo, ni es sustentado por ella, ni amado, ni salvado, porque el mundo carece de la justificación de lo que se muestra en su verdad como verdadero. La verdad del mundo, que es indiferente a lo que muestra, sería una especie de auto-producción del afuera como el horizonte de visibilidad en el que todo se hace visible, fenómeno. El hombre, en este marco, es un sujeto que corre el riesgo de ser confundido con algo, una sustancia consciente que tiene la propiedad de referirse a los objetos.
En la medida en que la verdad del mundo es un poner-afuera,16 apoderándose de todo para hacerlo manifiesto, lo arroja fuera de sí a cada momento. La cosa en el mundo, fuera de sí, desposeída de su propia realidad, es vaciada de su carne y, en la Imagen del mundo, es un despojo, una superficie sin espesor, que se ofrece a una mirada que resbala sobre ella sin poder alcanzar más que su apariencia vacía. De esta manera, expulsada fuera de sí, la cosa es precipitada a la nada. El aniquilamiento es el modo propio que el mundo tiene para hacer aparecer: la forma de permitir ver del mundo es la destrucción. Las cosas, dándose fuera de sí mismas, despojadas y vaciadas de sí, en su aparición misma, no ofrecen nunca su realidad propia, sino solo la imagen de esta realidad, que se aniquila en el momento en que se dan. Se dan de tal modo que su aparición es su desaparición, el aniquilamiento incesante de su realidad en la imagen de ésta.17 En el mundo, la luz del fenómeno es vacía apariencia y oscuridad ciega.
♦ 1.3. Exterioridad y método
Siguiendo la estela de M. Heidegger, se podría entonces afirmar que el pensar exacto sólo se compromete con el ente en materia de cálculo, dado que ésta es su única finalidad. Afirma Heidegger que la mirada calculadora no admite más que lo contable: las cosas valen en su aspecto contable. Lo contado asegura la continuación de la cuenta, que es una progresiva y continua consumición de números. El cálculo, por ello, utiliza todos los entes como contables y agota lo contado en el contar. El número es capaz de aumentar infinitamente, tanto en lo más como en lo menos, de ahí que la esencia constitutiva del cálculo se pueda escudar en sus productos y tomar prestado a la razón calculadora el brillo de la productividad, ofreciéndolo por adelantado, sin atender a los resultados de esta consideración del fruto solo en sentido consumista y mercantil.
La ciencia moderna, afirmando la civilización tecnológica, pretende tomar posesión del universo (de nuevo, la transmutación de órgano ocular en mano), para exorcizarlo de todos los espíritus que los tiempos antiguos vislumbraban en él y, una vez libre de todo misterio y de toda huella de finalidad, poder manipularlo, sometiéndolo a una metamorfosis. En este sentido, la ciencia ha perdido su horizonte espiritual – y, en cierto modo, el realismo – y ha reducido cada cosa a su representación exterior (extensa y geometrizable).18 La ordenación que constituye su método es el interrogatorio penoso, el tormento por el que se arranca una respuesta a la naturaleza: es preciso interrogar al «objeto», esto es, a aquello que comparece en el escenario del mundo.19 Frente a la verdad lógica y deductiva de la época medieval, que impide toda búsqueda y que el Novum Organum caracterizaba estéril e inútil, la moderna precisión permite a la investigación cumplir su misión. Con Heidegger, se puede afirmar entonces que «la esencia de lo que hoy se conoce como ciencia es la investigación».20 La realidad ha sido de-sustancializada por la Modernidad (privada de su orden espiritual) hasta el punto de habérsele despojado de un fundamento estable: la sustancia no es una cosa, sino una relación cuantitativa.
Edmund Husserl se ha referido a esta situación desde la perspectiva de la «crisis»,21 por ello, es preciso abordar el carácter problemático de las ciencias experimentales, cuyo método y cuya tarea se han vuelto cuestionables.22 Las ciencias europeas, aquellas de marcado carácter positivo, pero también la psicología, las ciencias del espíritu y la misma filosofía se encuentran afectadas por una crisis que lo es, precisamente por eso, de las ciencias en general. Pero, ¿cómo es posible hablar de crisis de las ciencias a la vista de sus éxitos constantes?23 «A partir de la segunda mitad del siglo XIX – escribe Husserl – la total visión del mundo de los seres humanos modernos se deja determinar y cegar por las ciencias positivas y por la prosperity de que son deudores».24
Toda esta situación trae consigo una consecuencia antropológica inmediata: meras ciencias de hechos forjan meros seres humanos de hechos, que han sofocado, no sin una alta dosis de indiferencia, las preguntas decisivas para una auténtica humanidad.25 La indigencia vital del ser humano no halla respuesta satisfactoria alguna en aquellas ciencias positivas que nada tienen que decir en este sentido y que abocan al drama de una interrogación: «¿puede el hombre tranquilizarse con eso y vivir en este mundo, cuyo acontecer histórico no es otra cosa que una interminable cadena de impulsos ilusorios y amargos desengaños?».26 La crisis de la ciencia implica, a la luz de esta cuestión, la decapitación de la filosofía, por la que han sido silenciadas las «preguntas metafísicas», todas esas que sobrepasan el mundo como universo de las meras cosas. Si el ideal de una filosofía universal (philosophia perennis) y de un método pertinente produce el comienzo, como fundación originaria de la Modernidad filosófica y de su desarrollo; la disolución interna de este ideal trae consigo nuevas configuraciones radicales que afectan, no tanto a lo científico específico y palpable en los éxitos teóricos y prácticos de cada ciencia, sino que fundamentalmente conmueve su entero sentido de verdad.27
La crisis, y estas palabras de Husserl se repiten persistentemente hoy, es, ante todo crisis de confianza (o lo que es lo mismo, crisis motivada por el escepticismo). Se ha perdido la fe en la posibilidad de una metafísica, al no ser ya viable una filosofía universal, esto trae como consecuencia el desmoronamiento de la razón (como episteme que se opone a doxa), y, a continuación, el de la razón universal (logos) a partir de la cual el mundo, la historia y la humanidad adquieren su sentido.28 De esta forma, la crisis de la filosofía significa la crisis de todas las ciencias modernas como miembros de la universalidad filosófica, la crisis de la humanidad occidental misma.
♦ Cierre. La parábola del mago Virgilio
Narra Sören Kierkegaard la historia del mago Virgilio, quien se hizo cortar en pedazos y echar en una marmita para que lo cociesen durante ocho días y poder, mediante este procedimiento, rejuvenecer. De este modo, encargó a uno vigilar que nadie viera el interior de la marmita, aunque el mismo vigilante no pudo rechazar la tentación y fijó la vista en el cocido. ¡Era demasiado pronto! Con un grito, Virgilio desapareció bajo la figura de un niño. «También yo, sin duda – concluye Kierkegaard – he posado la mirada demasiado pronto en la marmita, en la marmita de la vida y del desarrollo de la historia y, por eso, no volveré jamás a ser un niño».29
Esta historia revela algo del proyecto científico que pretende, bajo la forma de las matemáticas, ejercer la apropiación de la realidad mundanas de los objetos, a la que trata como un experimento. Controla todo, a condición de no ver nada. Con la curiosidad del alquimista, el proyecto de la razón se desvanece sin haber podido cumplir su objetivo, al que había consagrado su esperanza. Los trozos del mago no pudieron ser reconstruidos, como la realidad diseccionada no puede ser reconducida a la unidad. El anciano mago no fue niño otra vez, porque una mirada superficial y mundana, lo disolvió en la nada, a la facticidad: meras ciencias de hechos, rezaba la sentencia de Edmund Husserl, dan lugar a meros seres humanos de hechos.
♦ 2. Orden del espíritu. Razón y método
El orden de la carne es el propio de las causas materiales, que procuran rendir cuenta exterior (geométrica) de la configuración mundana, en cuanto escenario de objetos puestos a disposición de su captación. Sin embargo, la misma configuración manual de la mirada que pretendía ejercer el tacto de cada objeto desplaza más allá de la propia carnalidad. Pues, como señala Michel Henry, «cada acto de tocar, de asir con las manos, no es más que la actualización de una fuerza, de una capacidad de asir preexistente». Esto es, «precisamente porque la poseemos, podemos ejercerla. Por eso el problema del tacto es realmente el de esta capacidad permanente, este estar-en-posesión-constantemente que reside en nuestra corporalidad originaria y la define. Esta capacidad domina el tiempo». Se refiere entonces Michel Henry a una cierta «Archi-presencia del cuerpo a sí mismo, una presencia originaria», en virtud de la cual «mi cuerpo está siempre ya ahí como aquello con lo que coincido». Esta inmersión de cada uno en su propio cuerpo supone un rebasamiento de la exterioridad mundana que hace que el ser humano no pueda reducirse a «cualquier presente objetivo».30 De esta forma, el establecimiento del propio cuerpo como «verdadero sujeto de la experiencia del mundo» no altera sólo de un modo radical la noción clásica de sujeto de conocimiento, sino que cambia también el mundo mismo. Sus estructuras, dependientes del sujeto, pasan a ser ahora «mundo-del-espíritu». El sujeto encarnado ejerce su relación con el mundo. Esta es la posición fenomenológica de Maurice Merleau-Ponty, quien se opondrá permanentemente a la descripción clásica de un dominio del mundo de los objetos científicamente conocidos.
Se abre de este modo el pórtico de un orden espiritual al que separa «una distancia infinita» de la ordenación inicial de la carne: la que va de la exterioridad de los objetos mundanos a la interioridad del sujeto racional. El sujeto que se reconoce a sí mismo en su capacidad de pensamiento, mira la realidad no sólo con el afán de tocar para apropiarse de ellas, sino con el deseo de acortar las distancias que los separan y encontrar el reposo en ellas. Es la mirada que Silvano Petrosino describe como «de idolatría», cuya referencia ya no es lo exterior, sino el viraje interior de la causalidad motriz que permite abandonarse conceptualmente en aquello que la razón ha obrado (2.1. De lógos a ratio), entregándose por completo a la obra de sus manos. Es la razón la que opera la ordenación y hace comparecer el método. No es extraño, por tanto, que la problemática filosófica en la que el método aparece tematizado (y dotado de una cierta autonomía) se haya situado, en sentido estricto, en el horizonte de la Modernidad (2.2. Método y teología). El ego cartesiano, auténtico fundamento del sistema metodológico es, sin embargo, incapaz de ir más allá de sí mismo: el ego-ísmo ontológico desemboca en el solipsismo y, de este modo, la vía del espíritu se cierra en un callejón sin salida que no puede nombrar al otro y, mucho menos, a Dios (2.3. Solipsismo. El ego sin Dios).
♦ 2.1. De lógos a ratio
Método y razón se hallan relacionados de un modo tan estrecho que el primero es generalmente una forma de aplicación de la segunda, al tiempo que la racionalidad es el método por el que se conduce la argumentación. Por ello, la cuestión del método – que no implica únicamente la atención al papel instrumental, ni de ordenación de unos medios que establecerían los pasos de un procedimiento – abre a la determinación de lo que se sitúa al final del mismo, puesto que la adopción de una metodología determina ya lo que puede ser averiguado, «decidiendo de antemano lo que se encuentra de verdadero en las cosas». En este sentido, el método se erige en «la instancia racional fundamental, a partir de la cual es determinado (por la razón) lo que puede llegar a ser objeto y cómo puede llegar a serlo».31 En las Etimologías, san Isidoro de Sevilla enuncia brevemente los dos sentidos principales de la palabra razón. Tomando como referencia los tipos de definición a los que alude Mario Victorino en los Tópicos, se refiere a ratio, por un lado, como traducción latina de la expresión katà analogían. Así, por medio de la ratio (iuxta rationem) una definición explica, a través de un ejemplo, «aquello sobre lo que se inquiere» (Ety. II, 29,11). Y, por otro lado, en segundo lugar, la razón comparece como ordenadora, por cuanto señala, como principio de la definición, la disposición de las cosas (Ety. II, 29,16). Ambos significados de la palabra ratio comparecen, en relación a la constitución antropológica – entre los diversos nombres que recibe el alma, dependiendo de la función que ejerza – como el recto juicio; esto es, la capacidad de juzgar con rectitud, rectum iudicat (Ety. XI, 1,13). De esta forma, la razón despliega su poder en el marco discursivo de la explicación y además pone en orden las cosas, señala su disposición. Estas funciones lógicas son desplegadas en el juicio, de cuya conexión recta la razón rinde cuenta.
Atendiendo a la explicación ofrecida por Cicerón en su obra De Officiis, la palabra ratio, que traduce al latín el vocablo griego lógos, tiene su origen en ratus, que implica una relación comercial, en concreto, la que establece un contrato bien definido, realizado conforme a una ley, en especial, el balance comercial con el que se cuadran al final del día los ingresos y los gastos (I, 50-51). La búsqueda de la causa es, en la perspectiva de Aristóteles, la más justa expresión de la razón, que ejerce su poder uniendo o relacionando un cierto número de hechos diversos de un modo necesario.32 La razón sería, de este modo, la facultad cognoscitiva que, con el fin de proceder en una argumentación coherente, pone en relación una cantidad múltiple de datos, procurando entre ellos semejanzas o diferencias. De hecho, una buena argumentación señala la presencia del principio de unidad en la discursividad constitutiva de cada palabra o discurso. Es este sentido coherente el que da sentido a la argumentación, hasta el punto de que un discurso desorganizado – privado de unificación – carece de todo sentido.
Este aspecto será profundizado por san Agustín de Hipona, quien introduce, en relación con la facultad racional una interesante distinción entre los términos racional y razonable: «nam rationale esse dixerunt quod ratione uteretur vel uti posset, rationabile autem, quod ratione factum est aut dictum».33 Para san Agustín la razón es de por sí calculadora y, determinando la cultura científica de cada momento, está en disposición de apropiarse de la verdad por medio de representaciones ciertas y de sistemas discursivos cerrados, los cuales satisfacen a la mente, ya que traen consigo la aprehensión del objeto procurado. Desde este punto de vista, lo racional correspondería con la mirada particular sobre la realidad que deriva en la construcción de un juicio conforme a las normas de la razón, por ello mismo, verificable mediante una reducción a la racionalidad. Lo razonable, sin embargo, expresaría una orientación, una finalidad, por cuanto concierne a objetos complejos, que, aunque asumidos desde un punto de vista racional, no suponen un conocimiento definitivo y cerrado, sino que dejan abierta la puerta, precisamente a causa del reconocimiento de la complejidad del acto de saber, a un modo de conocer intelectivo, esto es, de leer interiormente por medio de la intuición. La distinción entre razón (ratio) e intelecto (intellectus) introducida por san Agustín, que atravesará de parte a parte el pensamiento medieval, remite, como apuntaba Cicerón, a la filosofía de Anaxágoras. Este filósofo, desarrollando la noción de noûs, hacía depender «la disposición ordenada del universo al poder racional de una mente infinita».34 El término noûs se distingue, de hecho, de diánoia, señalando un modo doble de proceder en el evento cognoscitivo: por un lado, intuitiva, noética (intelectiva); y, por otro lado, discursiva, dianoética (racional). Esta distinción fue hecha suya por Platón, oponiéndose, de este modo, tanto a físicos como a sofistas, buscadores de percepciones sintéticas, los primeros; y de coherencias lingüísticas, los segundos. El propio Aristóteles señalará que la ciencia, que procede por medio de demostraciones no puede, sin embargo, demostrar todo,35 dado que sin un punto de partida seguro por sí mismo en el que se funda el ejercicio argumentativo de la demostración científica, ningún procedimiento silogístico, por muy coherente que fuera en sus pasos, sería seguro. De este modo, la secuencia epistemológica del orden racional de las cosas deriva, como apuntaba el propio Anaxágoras, en la obra del noûs, dotado de una significación inteligible y a priori del mundo.
Enseguida se empeñaron los griegos en saber cosas de Dios, cosas importantes, desde las que precisamente se podía entender el mundo. De ahí las caracterizaciones que en sí mismo el Principio va a recibir en el desarrollo de esa filosofía griega: el Theos – porque ha ocupado definitivamente el lugar que los mitos asignaban a los dioses – es Logos (Heráclito), Ente (Parménides), Noûs (Anaxágoras y Aristóteles), Bien, Idea y Luz (Platón), Actividad primera, Fin último y lo que todos desean (Aristóteles), Unidad originaria, Idealidad ejemplar y Alma del mundo (neoplatónicos), Autoconciencia original (San Agustín), Ipsum Esse Subsistens (Tomás de Aquino).36 Desde sus orígenes, la metafísica se posiciona frente a la corriente materialista del exitoso atomismo que renuncia a descubrir, más allá de su apariencia, el sentido de la physis. La naturaleza se convierte para los seguidores de Demócrito de todos los tiempos en límite en sí misma, haciéndose infinita de este modo su finitud, pues los principios que la conforman se encuentran, no más allá, sino dentro de ella misma, como cosas entre las cosas. No obstante, desde Anaximandro y su discípulo Anaxímenes, la pluralidad de la physis puede ser reconducida por un logos, que a su vez expresa la unidad de sentido, Arjé, que se manifiesta en la diversidad de todo aquello que es generado y tiende a la corrupción. Los primeros filósofos persiguen ya la declaración del origen, del principio primero, llevando a cabo una verdadera arqueología. De esta forma, se puede entender la Arjé como aquello que tiene el poder y lo ejerce, capaz de ordenar el kaos del original desconcierto natural y otorgar un lugar cósmico a cada cosa, asignándole su propio significado. La Arjé, por tanto, es el Theos que gobierna el mundo porque le otorga un sentido lógico y, al determinarla, permite el conocimiento de cada cosa, a la vez que el hombre puede acceder a una cierta compresión relativa de la Arjé y de él mismo. La acción propia de la Arjé es syn-katein, esto es, con-fortar: el principio primero abarca, determina y conforta el kosmos, pues ella define y limita la physis, siendo, en cuanto principio, in-determinando, in-definido e in-finito. Queda patente, en el origen de la filosofía, la primera formulación de la diferencia ontológica, por la cual, la Arjé, en cuanto principio que origina y determina la naturaleza, no es parte de esa naturaleza, sino que la transciende. Se entiende que el Noûs de Anaxágoras, el Logos de Heráclito, el Uno de los pitagóricos, o el Primer motor inmóvil de Aristóteles, no sean sino desarrollos de aquel original Ápeiron de Anaximandro.37
La filosofía clásica supone el unitario despliegue de la diferencia ontológica, que tiene de fondo la denuncia de toda simetría entre principio y principiado, pues la Arjé, más allá del horizonte que separa cielo y tierra, sustenta el kosmos y es el Principio, es decir, su Horistón, que los latinos tradujeron Absolutum. Tal abismo de separación obliga al despliegue de una caracterización negativa del Principio, que en su transcendencia remite siempre negativamente a lo principiado, siendo respecto de ello, lo otro, lo absolutamente otro. Esta cierta negatividad es siempre relativa a la perspectiva desde la que se accede al Principio (más allá); y por ello, el movimiento lógico y ontológico en el que lo principiado accede a Él como su origen, fundamento y sustento hace desaparecer su carácter negativo. El Principio está a salvo de toda negatividad, pues lo que anima a lo vivo no está Él mismo muerto, ni lo que lo conforta es débil… La Arjé niega la negatividad, afirmando en sí lo que en la physis necesita de su determinación y acción confortante, pues el Theos quien explica, nunca lo explicado, de ahí que la filosofía primera sea Theo-logía. Ese Theos da su contorno y proporciona un límite, esto es, ofrece la determinación de las cosas, de manera que, en cuanto Arjé, se erige en el principio de lo que se llamará la idea o esencia de las cosas.38
♦ 2.2. Método y teología
Frente a la supuesta contaminación de helenismo de la pureza evangélica que con frecuencia la teología ha denunciado, la confluencia de la fe evangélica y de la metafísica griega fue un logro providencial, puesto que, en ella, al lado del deseo de la fe hay una determinación reflexiva: lo creído es pensado y lógicamente transmitido como doctrina coherente y conceptualmente articulada. Es en ese punto en el que se sitúa precisamente el «milagro de la Patrística». El cristianismo estuvo próximo a ser asumido en el mundo helenístico en el contexto de las religiones mistéricas del gnosticismo, que le hubiera llevado a ser una más de las «marginales y oscuras» sectas fideístas, en la que el kerigma se habría confundido con el arrebato de unos pocos iniciados.
Con todo, «las relaciones del Evangelio con la filosofía han sido siempre problemáticas, cuando no abiertamente conflictivas».39 Ni el Nuevo Testamento, ni los Padres Apostólicos mencionan nunca el término teología, que, en el contexto del cristianismo, no hará aparición hasta el siglo III. La razón parece evidente: los cristianos no podían recuperar a la ligera la noción tradicional de teología, que en la determinación griega proviene siempre del logos y se refiere al discurso de quienes dicen las cosas que se suponen divinas. De hecho, cuando san Agustín recobra este sentido griego de la teología critica que en ella lo divino sea dicho de acuerdo a las exigencias, no de lo divino, sino del decir.40 El nombre mismo de la teología, en una única palabra, presupone como aceptada y legítima la perfecta cohesión de los términos que la componen, divino y lógico. Sin embargo, la convergencia entre lo racional y Dios, lejos de ser pacífica, tiene el sello de lo problemático. Jean-Luc Marion ha señalado el carácter problemático de la unión de los dos términos que componen el vocablo teología. La legitimación de esta cohesión – de lo divino y lo lógico –, presupondría que la instancia racional se podría adueñar de Dios, determinándolo, al convertirlo en su objeto. El lógos delimitaría el theos a partir de las condiciones que impone a la posibilidad de acceder a él, de forma que la definición del objeto únicamente sería posible a través del conjunto de métodos que hacen posible su conocimiento.
La cuestión acerca del método de la teología puede ser considerada, por tanto, a través de la coexistencia (nada pacífica) de los términos divino y lógico en la misma palabra teología; su rivalidad mimética hace que el enfrentamiento alcance la cuestión metodológica.
¿Qué lógos podría decir, en cada ocasión, Dios, los dioses, lo divino y lo sagrado, sin reducirlos inmediatamente al rango de objeto determinado de antemano para una ciencia rigurosa y, por lo tanto, rigurosamente dueña de los objetos de su saber?41
El lógos, de hecho, produce los conocimientos que elabora por medio de la reducción de sus objetos a la evidencia, esto es, apropiándoselos. Pero, ¿no aspira igualmente lo divino a la primacía de esta inteligibilidad? La idea de Dios, en el sistema cartesiano, es maxime vera, en cuanto maxime clara et distinta (Med. III, AT VII, 46, 8.12), es decir, por su perfecta inteligibilidad redoblada: «al asegurar su transparencia a sí por sí, puede eludir el lógos, sin por ello carecer de inteligibilidad», luminoso por sí mismo, se exime del lógos para imponer su propia inteligibilidad, manifestándose intuitivamente, sin constituirse objeto de una lógica. De este modo, ni siquiera la anterioridad que caracterizaría al método – que precede a lo que hace cognoscible y determina lo que valora – correspondería de manera evidente al lógos. Si Dios es tal tendría que ser considerado como lo incondicionado, el comienzo lo impensable que precede toda comprensión, «su primado precede a la inteligibilidad misma», id quo maius cogitare nequit (Prosl., II).42 Con todo, hay que constatar, no obstante, que la convivencia de las dos matrices, divina y lógica (racional), que de modo ligero comparece en la teología, trae consigo una contradicción nada pacífica; de hecho, Jean-Luc Marion ha situado su raíz en propia palabra teología, donde se enfrentan permanentemente los dos términos, opuestos en una «rivalidad mimética», y ponen en juego, a través de la disputa entre lo divino y lo lógico, tres parámetros: la inteligibilidad, la anterioridad y el amor. Los dos primeros, de índole teórica, parecen caracterizar a lo lógico, que produce la inteligibilidad en los conocimientos que elabora y que hace cognoscible y determina lo que el método, con anterioridad, valora (necessaria est methodus…); mientras que el tercero, una instancia práctica, se piensa exclusivo de los dioses que ama propiamente y reivindica el amor.43
Tal partición es, sin embargo, impracticable, puesto que el litigio es palpable en los tres. Por una parte, también Dios aspira a la inteligibilidad primera, ora en el pensamiento cartesiano – como «maxime clara et disctinta», «maxime vera»44 –, ora en el aristotélico, como perfecta inteligibilidad redoblada. 45 En segundo lugar, Hegel reconoce que «Dios tiene el derecho más indiscutible, que el comienzo se haga con él»,46 esto es, si Dios es Dios habrá de ser considerado lo incondicionado y el comienzo, lo impensable antes de toda comprensión y entonces su comprensión precedería a la inteligibilidad misma. Y al fin, la filosofía no reivindica menos el amor de lo que Dios exige la inteligibilidad y la anterioridad: el eros desplegado en la filosofía, hasta el punto de que consiente que se muera por ella (Empédocles, Sócrates), encierra una promesa de beatitud.47
♦ 2.3. Solipsismo. El ego sin Dios
El problema del método, dígase una vez más, es un asunto eminentemente moderno, en el que se pone de relieve el interés sistemático que determina la consideración racional de los objetos de las ciencias particulares, inaugurando de esta manera una perspectiva desconocida por la tradición clásica. En efecto, la razón pretende la captación del en sí de los objetos, los cuales se colocan en genitivo como una referencia específica bajo la acción del lógos, que impone su fuerza formal a las ciencias. De esta manera, el sistema se torna una columna en la que se asienta el fundamento del proyecto de la Modernidad, que, por eso, considera antiguo y rapsódico todo discurso que no esté atravesado por la «exigencia del método».
«El yo es odioso. Lo odio porque es injusto que se convierta en el centro de todo, lo odiaré siempre».48 Pascal señala en su lucidez genial que el egoísmo del yo no resulta de una decisión segunda y moral del sujeto como ego. Si el hombre se asegura de sí mismo por sí mismo como un ego que se renvía a él mismo por medio de su cogitatio, entonces acaba fijándose como centro único y obligado de todo mundo posible. La instauración auto-referencial del ego cogito no concierne únicamente el dominio teórico del conocimiento, sino también el dominio práctico y del reconocimiento del otro por el otro. Pascal reconduce el egoísmo mundano a su fundamento teórico cartesiano: la determinación del ser humano como un ego fija originariamente todos sus comportamientos. De esta manera, la instauración de la metafísica del ego radicaliza el egoísmo y profundiza la inaccesibilidad al semejante. ¿Puede acaso el ego, asegurado de una primacía metafísica y epistemológica indudable, admitir otros sujetos que no estén sometidos a él como otros tantos objetos, mediante la representación objetivante?49
«¿Qué ocurre cuando yo, el yo que medita, me reduzco mediante la epojé fenomenológica a mi ego trascendental absoluto?» Es la cuestión planteada por Edmund Husserl en la quinta meditación cartesiana, que encamina hacia el ego trascendental, «¿acaso no me he convertido en el solus ipse, yo mismo solo?».50 Para ir más allá del solipsismo fenomenológico, se tendría que dar una necesaria, pero al mismo tiempo, imposible trasposición aperceptiva del aquí (del yo) al allí (del otro) que hiciera posible el emparejamiento a partir de una experiencia común. La necesidad de dicha trasposición podría acontecer solo por medio de la liberación de la propia perspectiva y la transferencia a una perspectiva distinta; de este modo, el yo accede al otro como otro yo mismo: lo que él experimenta podría experimentarlo yo si estuviera en su lugar. Sin embargo, esta transposición es imposible porque, en realidad, el yo solo puede hacer como si yo-aquí estuviera allí, sin conseguirlo nunca. Únicamente es posible una captación analogizante del otro, en el modo como si. El yo no tiene otro medio para conseguir aprehender al otro más que hacer como si fuera capaz de abrazar su allí, sin nunca lograrlo. El otro es otro no porque el yo se pueda poner en su lugar, sino porque, al querer ocupar su lugar, se da cuenta de que nunca lo hará y que, no obstante, comparten una experiencia común.
El otro entonces permanece faltante, no a causa de una incapacidad provisoria de la moral, sino porque, desde el origen, el ego se ha definido a sí mismo solo por sí mismo. Su soledad no tiene nada de anecdótico, de provisorio o de superficial. El ego puede únicamente acceder a sí mismo a través del rechazo de la exterioridad. La empresa filosófica se juega, a juicio de Descartes, por el ego (y a partir de él), para reconducir a él toda otra cosa. La alteridad del otro, finito y humano, ha de ser entonces reducida, o lo que es lo mismo, debe ser compuesta enteramente a partir del ego. Si un ego aparece, solo aparecerá uno solo, el ego es único o no es; luego, estará solo o no será, es decir, el ego excluye al alter ego.51
Ni siquiera la pasión del amor permite romper el régimen de la representación con el que el ego somete sus objetos, pues la determinación del amor no abre al ego a una alteridad radicalmente exterior a la cogitatio como tal, ya que, al contrario, el amor se limitaría a poner en obra simultáneamente todas las figuras posibles de la única res cogitans auto-referencial por su intencionalidad misma. Amando, el cogito no solo no transgrede la cogitatio y su imperio, sino que los completa: «soy una cosa que piensa, es decir, que duda, que afirma, que niega, que conoce pocas cosas, que ignora muchas, que ama, que odia, que quiere y no quiere, que también imagina y siente».52
♦ Cierre. La parábola del velo de Isis
Es conocida la historia del Velo de Isis, que Schiller expresa en un soneto y Novalis, en su novela Los discípulos de Säis. Ésta relata cómo un discípulo que acudía a la escuela iniciática del templo de la diosa Isis en Säis, movido quizá por la angustia del curso en el que había de alcanzar sabiduría acerca del mundo y de la vida, no pudo resistir a la tentación de la impaciencia y transgredió el mandato de retirar el velo que cubría el rostro de la estatua de la diosa, cediendo al sacrilegio de desvelar el secreto sagrado de su última inquietud. Sabía bien que bajo ese velo se encontraba la clave de su destino, la verdad de su existencia. Cuenta la historia, que fascinó al naciente romanticismo, cómo por la mañana sus compañeros lo hallaron muerto a los pies de la imagen. Al mirar el rostro oculto, ¿qué llegó a ver el pobre discípulo? La historia, al quedar en suspense en este punto, permite varios finales. Una posible conclusión establecería el destino moderno de la máxima kantiana del sapere aude, al poner al impaciente ante su propia faz. De este modo, viéndose a sí mismo, contempla el límite del Yo, que es el vacío de nada: el salvador posible (el propio Yo) se revela ansiando salvación. Otro epílogo, el que propone Novalis, imagina al discípulo descubriendo bajo el velo el rostro de su amada, a la que abandonó al dejar su pueblo en la búsqueda de sí mismo recorriendo el mundo. Aquí, el enigma de la inquietud es siempre una vuelta a casa, el abismo de una reflexión vacía.
Este cuento de la conciencia romántica bien podría ser, sin embargo, considerado una síntesis de crisis de la reflexión teológica contemporánea. Uno tras otro cayeron los transcendentales del ser y la metafísica no fue ya el sustento reflexivo del Evangelio con el que presentarse significativamente al mundo, de forma que la teología «no conseguiría ir más allá del análisis de la experiencia religiosa», ni «con coherencia el valor universal y trascendente de la verdad revelada».53 La impaciencia del teólogo, portavoz quizá de la angustia de la existencia humana, conduce sólo a un buscar ver idolátrico, en el que acortar las distancias. Desde ese momento, el discurso no habla ya de Dios, ni de su vida, ni de su muerte, «pues Él habita una luz inaccesible».54 Y así, el proyecto de aquella nueva teología, que partía del intento de hacer accesible el dogma cristiano para el hombre actual, termina, sin embargo, consagrando la escisión que pretendía superar, dado que, «nunca como hoy se ha visto la cultura contemporánea tan lejos del dogma que así ha buscado en ella su aceptación».55 El teólogo, de esta manera, «fija lo divino distante y difuso, para garantizar su presencia, su poder y su disponibilidad»,56 mediante el sometimiento del dios a las condiciones humanas (racionales) de la experiencia de lo divino.
♦ 3. Orden de la caridad
Ha sido frecuente poner en relación los «tres órdenes» de Blaise Pascal (el orden de la carne, el orden del espíritu y el orden de la caridad), distantes infinitamente entre sí, con la quiebra entre el dios de los filósofos y el de la Escritura. Así, únicamente el estrato superior, que mira y supervisa a los inferiores, pero no a la inversa, expone luminosamente el discurso de la santidad, al tiempo que denuncia todo intento de adulteración.57 Por ello, la mirada fundamental, aquella sobre la que se funda el encuentro con la auténtica belleza es la de asombro. La mirada que, en la descripción de los modos anteriores, venía marcada, en el retrato de Silvano Petrosino, por el avance y la iluminación del sujeto que mira, cambia ahora su sentido de modo radical: en la experiencia del estupor, el sujeto se pone en relación con la manifestación de algo que es siempre sorprendente. El impacto de la belleza, en el que el ser humano se reconoce mirado, y en la experiencia del asombro de ser reconocido, donde la respuesta se torna pregunta, el hombre alcanza la plenitud de su humanidad
Ello, no obstante, supone la apertura, recuperando la mirada de estupor, a la realidad del icono que permite la veneración de lo representado, sin cesión ni a la idolatría ni a la iconoclastia (3.1. Icono). La fenomenología, en su pretensión de dejarse conducir por la luz del fenómeno recociendo en la aparición de éste su auténtico método (3.2. Fenomenología), ha supuesto un intercambio fructífero no sólo para la propia filosofía (que no puede renunciar en su pretensión de totalidad a la realidad de Dios), sino también además para la teología, ayudándole a clarificar importantes cuestiones metodológicas y abriendo su reflexión a aspectos dotados de cierta novedad (3.3. Ida y vuelta). De esta forma, la inserción en el orden de la caridad implica el abandono en la gracia y la conversión, reconocida por el mismo Descartes al considerar que únicamente el Amor de Dios puede fundar el discurso sobre el otro (Conclusión).
♦ 3.1. Icono
El progreso técnico, privado de cualquier referencia cultural, encamina a un estado de vasallaje, fundado éste en la representación del mundo (geometrizado), que ha perdido sus principios afectivos. El pensamiento, subsumido en la voluntad de poder se ha establecido de un modo idolátrico, bajo el dominio (próximo) de las categorías productivas y de consumo.
Nuestra época – advierte Paul Gilbert – goza del instante presente y, así, busca la satisfacción inmediata de sus deseos más variados. Actuando de esta manera, se oculta ante su mirada la importancia del tiempo, de la paciencia, del esfuerzo… vive el impacto del presente, encadenándose a los bienes que puede conseguir inmediatamente gracias al gran poder de sus ciencias y de sus técnicas… Una época que reduce la realidad a aquello de lo que puede disponer inmediatamente o que la encierra en los límites de sus sueños se vacía de sus energías interiores y de sus esperanzas… Pretendemos «objetivo» el resultado de nuestras operaciones de abstracción, pero no encontramos más que una imagen de nuestras voluntades de poder desenfrenadas.58
Ante la situación contemporánea de la imagen – usurpadora de toda realidad al erigirse como norma de toda cosa posible –, aparece la iconoclasia como una respuesta «conceptualmente simple y espiritualmente santa». Si la imagen pretende imponer su dominio despótico en el mundo, absorbiendo en sí la realidad y estableciéndose como norma, ningún rostro debe hacerse ver. Ver a Dios es, no solo algo imposible, sino además un acto blasfemo. La iconoclasia no, es, sin embargo, una respuesta a la creciente tiranía de la imagen, sino que, al contrario, implica una completa adhesión a ella, ya que, valida la imagen, norma de toda cosa, de la que abstrae únicamente el rostro de Dios. La respuesta a la imposición avasalladora de la imagen procede, según J.-L. Marion, del icono en donde se da el cruce decisivo de lo visible. «Ante el icono, sino el que ve, me siento visto (debo sentirme así para que se trate efectivamente de un icono). Así, la imagen ya no sirve de pantalla (o como un espejo, en el caso del ídolo), puesto que a través de ella y bajo sus rasgos, otra mirada – invisible, como todas las miradas – me encara… El original interviene… como una pura mirada cruzando una mirada».59
Este camino icónico queda entonces delineado en la afirmación (dogmática) del Concilio de Nicea II: «en la medida en que Cristo, la Virgen, los santos, son mirados a menudo a través de su marca icónica, en la misma medida aquellos que los contemplan se dejan llevar hacia el recuerdo de sus prototipos, a desearlos y, besándolos, a rendirles una veneración respetuosa, mas no una adoración verdadera, que únicamente conviene a la naturaleza divina».60 Ante el icono no cabe la adoración, pero hay que venerar – remontar con la mirada – a través de la imagen visible y exponerse a la invisible contra-mirada del prototipo. El icono no se da a ver, sino a venerar, permitiendo de ese modo ser visto por su prototipo. El icono, al fin, debe ser atravesado, mediante la veneración de una mirada que responde a una primera mirada.61
La disposición inicial que da origen a la metafísica queda expuesta en la contemplación. Contemplar significa acoger la mirada del ser, que se da, a la manera de un don, puesto que es el otro quien mira primero y plasma su rostro, como Cristo desfigurado en el velo de la Verónica, que no enjuga un rostro visible, sino la kénosis de toda la figura, en la que aparece la huella de lo invisible que encara al hombre.62 De ahí que la contemplación esté atravesada por el deseo de que la realidad se muestre en su verdad. Para volver a alcanzar una tonalidad emotiva fundamental en el ejercicio de la filosofía, es preciso, a juicio de Martin Heidegger, recuperar el estado de estupor, en el cual el hombre no puede entrar ni salir.63 Este rescate de la maravilla pasa por el reconocimiento de la deserción que del mismo ha llevado a cabo la cultura moderna.64 El tema del estupor introduce una dimensión decisiva en la metafísica que supone una metamorfosis del paradigma por la que se recuperan las dimensiones pre-conceptuales de la verdad, aquellas que son expresión, no tanto de su esencia, cuanto de la existencia misma de la verdad, de su propio acto de ser. La elemental sorpresa, ese asombro genuino del pensador, aumenta constantemente en el curso de su investigación, ese asombro cada vez más reverente, maravillado del milagro que hay en el objeto de su conocimiento y en su conocimiento mismo, se aparta cada vez más de la duda escolar, abstracta e infructífera con la que se abre el método moderno de la ciencia.65
En este sentido, H.U. von Balthasar ha señalado que las tradiciones judeocristiana y griega han sellado esta maravillosa metamorfosis al dotar la verdad de sus dimensiones de êmet y aletheia. La verdad es antes que nada fidelidad, constancia, fiabilidad. Es lo que expresa el término êmet: donde se dan éstas, uno puede confiarse, entregarse. Así, la verdad tiene un efecto doble: por una parte, como êmet, la verdad remata, al poner término a la certidumbre y la infinitud de la búsqueda; y, por otra parte, de la verdad brotan miles de consecuencias y conocimientos nuevos, de manera que la evidencia lograda implica de modo inmediato la promesa de una verdad más amplia. La verdad de este modo, es apertura permanente que jamás encierra con restricciones al que conoce, por lo que supone una permanente transformación en el horizonte del dinamismo hacia una verdad cada vez más amplia. Por otro lado, la verdad es aletheia, es decir, algo oculto, que comienza a manifestarse, desvelándose, algo que en parte se revela y en parte se esconde y que, por ello, puede erigirse en la fuente de la esencial condición intelectual y emotiva del estupor. La maravilla introduce al hombre en un régimen de verdad «a media luz», en el que la verdad se descubre, pero no puede ser agotada por las representaciones del ser humano, sino que permanece siempre ante el hombre. De ahí que éste, no pueda sino acoger (como el que escucha) con actitud respetuosa una verdad que se entrega y con perseverancia lo que «no se sabe».66 El pensamiento no es sólo un producto, un artefacto de la razón, sino, sobre todo, una escucha, una respuesta.
♦ 3.2. Fenomenología
Martin Heidegger reconoce la deuda con su maestro Edmund Husserl, quien «le había implantado los ojos». Pero, ¿qué hay que ver? ¿Qué tipo de ojos son precisos para ver al que ha formado todo? ¿Qué mirada permite conocer y dar, de esta manera, cumplimiento al deseo humano? En la perspectiva de la fenomenología de Husserl, el fenómeno es tal, en cuanto que viene a la luz, se hace visible en sí mismo. La representación especulativa, como instancia mediadora – que más que hacer ver el fenómeno, lo ocultaba –, queda abolida y emerge el miedo en su propia visibilidad, en su carácter patente. De esta forma, Martin Heidegger señalará: «manifestarse es un no-mostrarse», manifestarse es anunciar-se por lo que se muestra. La fenomenología no designa el objeto de sus investigaciones ni su quid, sino que señala la manera de mostrar; todo lo que se discuta de los objetos debe ser tratado en directa mostración y justificación.67 De tal manera que una fenomenología aborda, por esencia, lo que de un modo inmediato y regular (natural) no se muestra, a saber, aquello que queda oculto en la mostración ordinaria, pero que pertenece esencialmente a lo que inmediata y regularmente se muestra, hasta el punto de constituir su sentido y fundamento. Eso, o bien permanece oculto y encubierto, o bien se muestra únicamente disimulado. Husserl altera la correlación que el sentido común declara al proceder de la existencia a la manifestación, del ser al aparecer. Por medio del fenómeno, tal correlación es leída en sentido inverso: «basta con que una cosa aparezca para que de resultas sea, porque aparecer es a una ser», es decir, del aparecer depende la existencia toda. De ahí la sentencia husserliana: «tanto aparecer, tanto ser», el ser logra su esencia en el aparecer, y la esencia del aparecer reside en su aparición efectiva, en su auto-aparición.68 En este punto, la ontología especulativa moderna ha sido sustituida por una ontología fenomenológica en la que cada una de sus tesis descansa sobre el dato incontestable del fenómeno verdadero.
En 1991, Dominique Janicaud publica la famosa obra Le tournant théologique de la phénoménologie française, en la que pretende llevar a cabo un diagnóstico de la fenomenología de su tiempo. Janicaud pone ahí bajo el mismo signo los trabajos del último Merleau-Ponty, de Levinas, Henry, Marion, Ricoeur y Chrétien, dado que, en todos ellos, persiste el paso – ignorando los preceptos metodológicos de la propia fenomenología – de los principios racionales de la fenomenología a la frágil («si no esotérica») trascendencia divina.69 Este análisis vuelve a conectar el desarrollo fenomenológico francés con la obra del último Heidegger, en especial con la Phänomenologie des Unscheinbaren que él acuña en 1973, con la que define el sentido originario de la fenomenología – «el camino que conduce ante… y deja mostrarse aquello ante lo cual es conducido»70 – y abre el horizonte a una fenomenología de lo velado – la Vida, en Henry; el rostro del Otro, fundamento de la ética, en Lévinas; o la reducción a la donación absoluta, en Marion –. Esa tensión entre lo dado y lo no dado, entre lo presente y lo ausente, entre lo visible y lo no-visible supone adentrarse en una cuestión original (radical) del quehacer de la fenomenología. Partiendo de la senda marcada por el trabajo de Janicaud, Carla Canullo se refiere a las «fenomenologías rebeldes» para abordar la insistente reapertura de la cuestión de Dios en la complejidad del pensamiento fenomenológico francés – «la cuestión fenomenología y teología, después de M. Heidegger, no es ni evidente, ni fácil» – y presenta aquí, además de los autores ya señalados, a Emmanuel Housset y a Emmanuel Falque.71
En estos estratos, quedan patentes distintas generaciones fenomenológicas, vinculadas, sin embargo, a algunos principios comunes: principalmente, la renovación del método y del fundamento (radical) de la fenomenología para alcanzar el acceso a campos del ser que ni siquiera la fenomenología intencional podría mentar. Según el propio E. Housset,
se trata simplemente de pensar fenomenológicamente la posibilidad de un darse de Dios de un modo tan diferente del darse de los entes mundanos que ya no puede, él mismo, ser una idea… La reducción no requiere que uno deje de creer, sino que se ponga la fe entre paréntesis para resaltar la pura fenomenalidad de Dios… a fenomenología liberada de cualquier construcción metafísica de Dios puede volver al fenómeno puro y simple de cualquier cosa, incluso de Dios.72
De hecho, en su obra Pasar el Rubicón, Emmanuel Falque mantiene entre teología y filosofía la distinción de vías, de modos de proceder, del estatus de los objetos que analizan, al tiempo que establece la comunidad de los objetos dados al pensamiento.
La distinción de vías entre teología y filosofía señala un comienzo distinto: la filosofía no podría partir más que de la «pura y simple humanidad del hombre», o sea, del hombre a secas, «desde abajo en sentido auténtico», rechazando con Heidegger la tentación del angelismo. Pero, también el modo de proceder es diverso: mientras que la teología acepta normalmente el método didáctico como forma de su discurso; la filosofía, al menos desde las Meditaciones Metafísicas, hace del camino heurístico el modo propio de su reflexión, dado que lo que se dice al inicio (por ejemplo, la duda en el propio Descartes) no es lo que encuentra al final (la posición del mundo a partir del cogito). Por último, ambas disciplinas difieren en la manera de considerar el objeto, ya que el filósofo considerará solo posible lo que el teólogo requiere como «realmente efectivo».73 Con todo, paradójicamente en lo referente al objeto, filosofía y teología apenas si difieren: un mismo fenómeno puede ser considerado por ambas, de forma que nada impide una comunidad de objeto, precisamente gracias a la diversidad de miras, aun cuando la realidad efectiva de la teología domine aquí sobre la mera posibilidad filosófica. Los objetos de la teología no dejan de ser considerados por la filosofía, a condición de atenerse a todo lo que se ofrece al filósofo en la intuición de manera originaria (en carne y hueso), sin sobrepasar los límites en los que se da.
La filosofía conserva un papel importante en el camino hacia la teología (manuductio), aunque mantenerla solo en el rango de los preambula fidei de la teología supone al mismo tiempo el riesgo de sobrepasar los límites que le corresponden y reducir su estatus al de auxiliar, más que verdadera cooperadora. Es interesante, en este sentido, la reflexión de santo Tomás de Aquino, para quien la teología no ha buscado subordinar a ella a la filosofía, como si se tratase de una facción rebelde a la que hay que someter. Al contrario, la filosofía se pone al servicio de la fe cristiana, de un modo «enormemente fecundo para conformar el contenido y los contornos conceptuales de lo que poco a poco se convirtió primero en doctrina y luego en dogma de la Iglesia».74
las siervas a las que la Sabiduría ha llamado a su ciudadela (Pr 9,3). Para la sierva es un honor ser elevada a servir en la casa del amo; igual que es para la filosofía recibir de la teología la invitación a permanecer allí también ella, como María fue la esclava del Señor (Lc 1,38) o como el hombre permanece en el Hijo y el Hijo en su Padre (Jn 15,10). Para que esta sierva sirva es preciso que la filosofía no sea destruida. Y es verdad que la sierva no es el ama, pero es de la casa.75
Es decir, «únicamente en cuanto que la una (la filosofía) da la otra lo que ella tiene (su peso de humanidad), la otra (la teología) se revela capaz de recibirla y de convertir su sentido (por la resurrección)».76
♦ 3.3. Ida y vuelta
Falque desarrolla de un modo original la imagen de la conquista como articulación de la teología y la filosofía. En ella, no se vence al enemigo para reducirlo a cenizas, ya que en su venganza jamás cesaría la rivalidad. Más bien, constata Falque, se observa «de hito en hito y, a fuerza de combatirlo, se alcanza el encuentro con él»; entonces, a semejanza de lo que ocurre en los ejércitos, se producen intercambios. Al aventurarse en el campo del otro es como se descubre el propio país, por cuanto se deja de pensar que la hierba siempre es más verde en el campo del vecino. «Lejos de prohibir al filósofo teologizar, se le debería más bien prescribir». La universalidad de campos de la filosofía no debería detenerse en el umbral de la teología. Es evidente que el teólogo practica la filosofía, hasta el punto de convertirla en un requisito de sus estudios teológicos, de forma que nadie le reprochará que lea y utilice a los filósofos. No se entiende por qué el propio filósofo no puede alimentarse de la teología: no se trata solo de volver a la teología, como una recuperación de lo que se ha perdido, sino más bien de volver a conquistar ese terreno, con la conciencia de que «cuanto más se teologiza, mejor se filosofa».77 De esta forma, liberar la teología por la filosofía no es renunciar a la filosofía, ni reducirla a un papel de subalterno. Al contrario, la filosofía tendrá tanto más fuerza cuanto mejor haya mostrado su papel de liberación: allí donde el teólogo habría permanecido en una mera exposición si no hubiera encontrado en el filósofo la capacidad heurística de cuestionar y de arraigar el pensamiento en la figura del hombre a secas.
La filosofía enseña a la teología lo referente al camino de lo humano, mientras que la teología le enseña a la filosofía que no puede negarse a abrirse a la transcendencia del que viene a transformarlo todo porque antes lo ha asumido íntegramente. Se trata así de desafiar la prohibición y pasar de la filosofía a la teología y a la inversa, para que el país extraño se convierta en la propia comarca, donde, sin olvidar el origen, uno, sin embargo, no es relegado al estatus de apátrida, es decir, en donde se produce la propia transformación por el extraño: «vayamos adonde nos llaman los signos de los dioses y la injusticia de nuestros enemigos: alea jacta est».
♦ Cierre. La parábola del testigo
En el prefacio de su obra De Icona, Nicolás de Cusa se refiere al Dios omnividente del cuadro colgado en la pared septentrional del refectorio, que logra ver a todos y cada uno al mismo tiempo. El cusano espera precisamente que un miembro de la comunidad certifique la veracidad de esta experiencia hecha pública. Es como si el decir del hombre confirmase el ver de Dios: «por la revelación que le hará el testigo, el hermano llegará también a saber que este rostro no abandona a ninguno de los caminantes, aunque sus movimientos sean contrarios».78 De esta manera, el hermano le revela lo que sucede con la efectividad del Revelado, como si de un bautismo se tratase: el testigo afirma en primer lugar lo que el bautizando aún no ha visto.
En este sentido, el conocimiento teológico es una visitación, por la que les es comunicado al ser humano su realidad de mirado por Otro, en donde se funda su dignidad. H.U. von Balthasar afirmaba que una teología que ya no está animada por la fe, deja de ser teología, dado que acaba por reducirse a una serie de disciplinas más o menos relacionadas entre sí. En cambio, donde se practica una teología de rodillas, no faltará la fecundidad. El punto de llegada parece contradictorio, pues para sanar.
♦ Conclusión. La Mirada de María
Solo en su polémica con G. Voet, René Descartes puede esbozar un motivo por el que podría justificar la sustitución del otro considerado como objeto representado, por el otro hombre reconocido como causa libre: la caridad, mediante la cual el ser humano busca a Dios le hace, a causa de Dios mismo, buscar también a todos los hombres, como consecuencia e imitación del amor que Dios les profesa. Amar entonces no resultaría una representación objetivante dependiente del ego, sino que resulta de una relación indirecta entre el ego y los otros, mediatizada por Dios: el ego ama a Dios y sabe que Dios ama a los otros hombres, luego, ama a los otros hombres por imitación de Dios. El otro hombre no puede ser amado más que si el ego renuncia a representárselo directamente y acepta dirigirse a él solo a través de lo in-objetivable por excelencia, Dios. El ego ama al otro, lo incomprensible, pues vuelve a él en tanto que amado por lo Incomprensible.79 El otro solo puede ser alcanzado en su dignidad en un orden superior al del espíritu, por el reconocimiento de la caridad como el mayor de los órdenes. «Entre el espíritu y la caridad media una distancia infinitamente infinita»,80 según la formulación de Blaise Pascal.
Con todo, el acceso a este nuevo orden tiene lugar a través de la gracia divina que provoca en el ser humano el acontecimiento de la conversión por la que, muerto al mundo de la dispersión y a las tentaciones idolátricas de la razón, se abandona en la unificación divina. La apologética tiene como fin único servirse de los medios de la carne y del espíritu para colocar al hombre, haciéndole tomar conciencia de su nostalgia de plenitud, en la disposición de convertirse. El mundo de las sombras en el que se representa la tragedia de de lo mundano se va desvaneciendo y en él se abre paso la luz – también cegadora – de la gracia de Dios, por la que al hombre se le revela la verdad auténtica que desborda toda certeza parcial. En este ámbito de la gracia divina, el hombre llega al conocimiento de su propia verdad y aprende que, sólo en Jesucristo, es posible la reconciliación de la contradicción antropológica. El Dios-hombre lo devuelve a la luz divina y, en el juego supremo de la apuesta, en los límites del Infinito y de la nada, el jugador apuesta el todo de su nada para ganar el infinito eterno. La resolución del misterio antropológico, al fin, se entrevé en el ámbito de la caridad, que, sin ser una propiedad de la realidad, forma parte de ella sólo en cuanto amor de Dios por tal realidad.
Parece preciso prescribir a los teólogos contemporáneos una cierta cura de la mirada, que los dirija más allá de la impaciencia que corre el riesgo de hacer deslizar sus discursos por la senda racional del solipsismo. La mirada de estupor, que cambia el sentido de una forma radical (conversión), funda la sabiduría y que da inicio a la especulación racional. Es menester ser interiormente iluminados por una luz pura, que sea capaz de devolver a la vista la capacidad de ver con claridad, para alcanzar esa certeza idéntica a la Vida, al lado de la cual, las demás certezas, especialmente las de la ciencia, palidecen y se descomponen. Es preciso abrir los ojos, a la manera en que se experimenta un amor, para contemplar claramente la revelación de la realidad invisible, que constituye la salvación.81
La mirada de María ve cada uno de los misterios de la vida de Jesucristo y conduce al Pueblo de Dios a la contemplación del misterio de la Salvación.
Desde entonces su mirada, siempre llena de adoración y asombro, no se apartará jamás de Él. Será a veces una mirada interrogadora, como en el episodio de su extravío en el templo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc 2,48); será en todo caso una mirada penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná (cf. Jn 2,5); otras veces será una mirada dolorida, sobre todo bajo la cruz, donde todavía será, en cierto sentido, la mirada de la «parturienta», ya que María no se limitará a compartir la pasión y la muerte del Unigénito, sino que acogerá al nuevo hijo en el discípulo predilecto confiado a Ella (cf. Jn 19,26-27); en la mañana de Pascua será una mirada radiante por la alegría de la resurrección y, por fin, una mirada ardorosa por la efusión del Espíritu en el día de Pentecostés (cf. Hch 1,14).82
Con la esperanza de los mirados, cabe, por tanto, aguardar de Dios la Vida en la que participar ya para siempre de la contemplación de Aquel que revelará el saber verdadero a quienes han culminado la peregrinación en esta tierra. Ex umbris et imaginibus in Veritatem…
1. Aristóteles, Metafísica, I, 1, 980a, 21
2. Alejandro de Afrodisias, Comentario a la Metafísica de Aristóteles, I, 1, 15-19.
3. Cf. S. Petrosino, Piccola metafisica della luce, Milano, Jaca Book, 2004, 91-99.
4. M. Henry, Encarnación. Una filosofía de la carne, Salamanca, Sígueme, 2001, 56.
5. Henry, Encarnación, 57.
6. Henry, Encarnación, 57.
7. Henry, Encarnación, 57.
8. Cf. Henry, Encarnación, 62-65.
9. Cf. P. Ricœur, Le volontaire et l’involontaire, Philosophie de l’esprit, Paris, Aubier-Montaigne 1950, 86-69.
10. Cf. E. Levinas, Totalité et infini. Essais sur l’extériorité, Paris, Le Livre de Poche, 120.
11. Cf. M. Henry, Yo soy la verdad. Para una filosofía del cristianismo, Salamanca, Sígueme, 2001, 297.
12. Henry, Yo soy la verdad, 292.
13. Henry, Yo soy la verdad, 292.
14. Cf. Henry, Yo soy la verdad, 24.
15. Cf. Henry, Yo soy la verdad, 26-27.
16. Cf. Henry, Yo soy la verdad, 29.
17. Cf. Henry, Yo soy la verdad, 28-30.
18. Cf. P. Gilbert, Sapere e sperare. Percorso di metafisica, Milano, Vita e Pensiero, 2003, 78-80.
19. Cf. J. Pieper, Defensa de la filosofía, Barcelona, Herder, 19896, 53-54.
20. Cf. M. Heidegger, La proposición del fundamento, Barcelona, Ed. del Serbal, 1991, 213-221.
21. Cf. E. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Buenos Aires, Prometeo libros, 2008.
22. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, 47.
23. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, 48.
24. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, 49.
25. Cf. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, 50.
26. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, 50.
27. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, 55.
28. Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, 56-57.
29. S. Kierkegaard, Aut-aut, I. Diapsalmata, Milano, BUR, 1976.
30. M. Henry, Le problème du toucher, en Id., Phénoménologie de la vie, vol. I: De la phénoménologie, Paris, PUF, 2003, 163.
31. M. Heidegger, La pregunta por la cosa, Buenos Aires, Ed. Alfa argentina, 1975, 93.
32. Cf. Aristóteles, Segundos analíticos, A/2, 71b9-12.
33. Agustín de Hipona, De ordine, II, xi, 31.
34. Anaxágoras, De naturam deorum, I, 26.
35. Aristóteles, Metafísica, IV, 4, 1006a, 6-9.
36. J. Hernández-Pacheco, Fundamento o Abismo. Filosofía y crisis de la teología contemporánea, Sevilla, KDP-Amazon, 2019, 432.
37. Hernández-Pacheco, Fundamento o Abismo, 430.
38. Cf. Hernández-Pacheco, Fundamento o Abismo, 427-432.
39. Cf. Hernández-Pacheco, Fundamento o Abismo, 7.
40. Cf. Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, VIII, 1: ed. esp. Madrid, BAC, 19642, p. 411.
41. J.-L. Marion, Teo-lógica, en A. Jacob (ed.), El universo filosófico, Madrid, Akal, 2007, 37.
42. Marion, Teo-lógica, 37.
43. Marion, Teo-lógica, 37.
44. R. Descartes, Med. Meth., VII, 46, 8.12: ed. fr. Ch. Adam – P. Tannery (ed.), Œuvres de Descartes, t. IX, Paris, Vrin, 1996.
45. Aristóteles, Metafísica, XII, 9, 1074b 34.
46. G.W.F. Hegel, Ciencia de la lógica, t. 1, Madrid, Abada, 2011, 63.
47. Marion, Teo-lógica, 38.
48. B. Pascal, Pensamientos, P. 597: ed. esp. Madrid, Cátedra, 20082, 250 (ed. Brunschvicg, P. 455).
49. Cf. J.-L. Marion, Cuestiones cartesianas, vol I: Método y metafísica, Buenos Aires, Prometeo, 2012, 169-172.
50. E. Husserl, Meditaciones cartesianas, V, 42: ed. esp. Madrid, Tecnos, 20083, 119.
51. Cf. Marion, Cuestiones cartesianas, 181.
52. Cf. Marion, Cuestiones cartesianas, 170.
53. Descartes, Med. Meth., III, 33, 27.
54. Juan Pablo II, carta encíclica Fides et ratio, 14 Septiembre 1998, n. 83.
55. Cf. J.-L. Marion, El ídolo y la distancia. Cinco estudios, Salamanca, Sígueme, 1999, 78.
56. Hernández-Pacheco, Fundamento o Abismo, 374.
57. Cf. Marion, El ídolo y la distancia, 19.
58. Cf. E. Falque, Pasar el Rubicón. Filosofía y Teología: ensayo sobre las fronteras, Madrid, Comillas, 2016, 176-177.
59. P. Gilbert, Metafísica. La paciencia de ser, Salamanca, Sígueme, 2008, 209.
60. J.-L. Marion, El cruce de lo visible, Castellón, Ellago, 2006, 110-111.
61. Concilio ecuménico Nicea II, Canon VII (Denz 302).
62. Cf. Marion, El cruce de lo visible, 111.
63. Marion, El cruce de lo visible, 113.
64. A.G. Gargani, Stili di analisi. L’unità perduta del metodo filosofico, Milano, Feltrinelli, 1993, 23-32.
65. H.U. von Balthasar, Teológica, vol. I: Verdad del mundo, Madrid, Ediciones Encuentro, 1997, 26.
66. Cf. von Balthasar, Teológica, vol. I, 39-41.
67. M. Heidegger, Ser y tiempo, Madrid, Trotta, 20142, §7, 55.
68. Cf. M. Henry, Encarnación. Una filosofía de la carne, Salamanca, Sígueme, 2001, 40-42.
69. D. Janicaud, Le tournant théologique de la phénoménologie française, Combas, Eclat, 1991, 57.
70. M. Heidegger, Gesamtausgabe, vol. IV: Seminare, Frankfurt a.M., Klostermann, 1986, 399.
71. Cf. C. Canullo, Fenomenologías rebeldes. Reapertura de la cuestión de Dios en la fenomenología francesa, en Revista Internacional de Investigaciones Filosóficas 2 (2019), 78-107.
72. E. Housset, Husserl et l’idée de Dieu, Paris, Cerf, 2010, 197-199.
73. Falque, Pasar el Rubicón, 152-154.
74. Hernández-Pacheco, Fundamento o Abismo, 8.
75. Cf. É. Gilson, La Philosophie et la Théologie, Paris, Fayard, 1960, 113.
76. Falque, Pasar el Rubicón, 150.
77. Falque, Pasar el Rubicón, 170-171.
78. Nicolai de Cusa, De visione Dei sive De Icona, Paris, Cerf, 1986, Pref., 33.
79. Cf. Marion, Cuestiones cartesianas, 189.
80. Pascal, Pensamientos, p. 308: ed. esp. 138 (ed. Brunschvicg, p. 793).
81. Cf. M. Henry, Ver lo invisible. Acerca de Kandinsky, Madrid, Siruela, 2008, 34.
82. Juan Pablo II, carta apostólica Rosarium Virginis Mariae, 16 Octubre 2002, n. 10.
Abstract:
The scientific consideration of «method» demands a necessary attention to the questions of gaze and order. The perspectives of Silvano Petrosino and Blaise Pascal shape this interdisciplinary proposal. Firstly, the article traverses the exteriority of the experimental sciences and, secondly, the unifying endeavor of reason, both of which are characteristic of Modernity. Thirdly, the text ends up in the field of theology, which, in fruitful dialogue with phenomenology, is the gateway to the «patience of the gaze», through the encounter with divine grace, which provokes conversion.
Keywords ♦ Method – Phenomenology – Husserl, Edmund (1859-1938) – Heidegger, Martin (1889-1976) – Falque, Emmanuel (1963-) – Science – Reason
M. Palma Ramírez, Visión y orden: el problema del método en teología. Ciencia. Razón. Caridad, in Fidei Communio 1/1 (2025), 67-99